miércoles, 6 de junio de 2012

El sueño de Baudelaire

A velocidad de vértigo (para la lentitud habitual con que se suele llenar este blog), voy a publicar el tercero de los cuentos de "Deliciosamente humano". Y como no comenta ni Dios ninguna de mis entradas, no veo necesario realizar ninguna elaborada introducción, con lo que nos metemos en materia de golpe y sin más revueltas y recovecos.


                                                  El sueño de Baudelaire


Imagen del Templo de Seguesta recogida de arquitectura-antigua.es y que ilustra bien el relato.

De todo lo ocurrido sólo tengo conciencia de vagos retazos, como si un pintor se dedicara a componer su cuadro a base de breves y precisas pinceladas separadas unas de otras tanto en el espacio como en el tiempo. Sólo los muy avispados lograrán reconocer la obra antes de que esté terminada; otros muchos no lo conseguirán jamás.
Recuerdo a un grupo numeroso de personas, entre los que yo me encontraba, en el interior de una especie de construcción griega. Más bien habría que resaltar que eran ruinas, puesto que únicamente se distinguía una serie de columnas completas e intactas de estilo dórico a nuestro alrededor, unidas por un friso carente de motivos para conformar un rectángulo perfecto y abierto al cielo.
La atmósfera se presentaba muda y estática, casi irrespirable de lo sofocante del día. Daba la sensación de que la bóveda azul pesara toneladas sobre nuestros hombros. Ni un sonido ni un movimiento, tan sólo el de los inquietos ojos de mis adláteres que buscaban algo con desesperación.
También puedo evocar, si mi memoria no me engaña, que en el grupo había hombres y mujeres. Ellas mostraban serenidad en el rostro y ellos... Angustia; sí, verdadera angustia contagiosa. Evidentemente, yo no podía saber qué se reflejaba en mi cara, pero sí puedo asegurar que el pecho me oprimía los pulmones, con la misma sensación como si esperara a que me fueran a asustar de un momento a otro. Una tensa espera que nunca terminaba de llegar.
Dos de aquellas personas vestían de negro; ambas de diferente sexo. El varón parecía ser un cura católico y la mujer no lo sé muy bien, aunque era maravillosamente bella, con el largo y abundante cabello blanco de nieve, engalanada con una delicada túnica de suave seda y tan leve que dejaba al descubierto unos brazos de piel cremosa y bien contorneados. La dama no hacía otra cosa que mirarme y yo, a pesar de la multitud, me sentía tremendamente solo.
Todos nosotros nos hallábamos sentados en el suelo, cada cual adoptando la postura que consideraba más cómoda. El sacerdote rompió la quietud con el crujido de su severa sotana al levantarse, y entonces pudimos escuchar el gemido del viento revoloteando entre las columnas, alborotándonos el cabello. Todas las miradas se dirigieron hacia el religioso que se alejaba, caminando despacio, en dirección a una gran casa construida en mampostería y recias piedras cuadradas, rematada en un tejado a cuatro aguas.

Fue la Beldad Oscura quien se movió después para realizar el mismo recorrido, y luego todoslosdemáslasiguieron. Al incorporarme me di cuenta de que nos encontrábamos en un isla muy pequeña, rodeada por un mar totalmente cubierto de nubes que levitaban oscilantes y densas a la altura de las olas, prácticamente lamiendo las telarañas blancas que formaba la espuma acre sobre las crestas ondulantes. Pero justo encima del islote el cielo se mostraba despejado y añil.
El sacerdote y la mujer desaparecieron dentro del edificio. No me llegaba el perfume salado del océano; era una escena sin olor. Pero podía captar los colores con toda nitidez: la cúpula celestial se revistió de oro con tonos violáceos y me demoré un instante en la contemplación de tan espléndido espectáculo.
Traspasé por fin el vano de la entrada pensando que ya no vería más el sol y me adentré de lleno en una pesadilla de locura. Todos gritaban, aullaban, persiguiéndose unos a otros, desnudándose con avidez y desgarrando las ropas en su ansiedad animal. La luz, ya de por sí escasa, se debilitó y el ambiente se me antojó demoníaco y repugnante. Entre las risas y los chillidos de histeria mi estómago se revolvió, las piernas me flaquearon y necesité apoyarme en uno de los muros para no caer. Tuve que apartar a empellones a los que me acosaban. Una de las hembras se plantó ante mí con las órbitas en blanco y lamiéndose los labios con la lengua.
En principio había pensado en incluir el típico dibujo,
pero esta bellísima mujer es real, de carne y hueso,
y me gusta mucho más (de Bossa Electrica).
-¡Venga! Diviértete con nosotros -me conminó con una entonación semejante al balido de una oveja.
-Esto se acaba -contesté apartándome de ella-. Es el fin. ¿Y el sacerdote?
Me pareció distinguir su prenda talar doblando una esquina y hacia allí me encaminé. La mujer, cubriéndose la desnudez con los restos de su traje, decidió acompañarme sin que yo se lo pidiera.
-Espérame -dijo-. Voy contigo.
Los demás nos reprocharon nuestra conducta con insultos, abucheos y silbidos. Me volví hacia ellos y, aún sabiendo que era una pérdida de tiempo, repliqué:
-No sé vosotros, pero yo me noto sucio. Tengo que vomitar mi miseria.
Los dejamos atrás riéndose de nuestra presunta necedad, o por lo menos así lo consideraban los otros. La mujer me seguía con una incansable fidelidad a donde yo fuera, sin pedirme explicaciones, mientras recorríamos todas las estancias de la casa, cuyo interior era infinitamente más amplio de lo que parecía ser por fuera. Pero siempre veía delante de mí desaparecer la sotana tras de algún recodo.
Llegamos finalmente hasta una especie de jardín sombreado y de vegetación baja y rala. Allí, en el mismo centro, se reproducía a escala menor y de manera exacta la construcción clásica en la que habíamos estado antes. La mujer entonces fue asaltada por dos de aquellos cretinos, y como vi que respondía despreocupada y alegremente a las obscenidades de las que era objeto, la abandoné con gran pena.
No había ni rastro del cura por ningún sitio. Desesperado, caí de rodillas y derramé lágrimas en silencio. La luz disminuía a medida que la barbarie iba en aumento; incluso el propio edificio tembló en sus cimientos como si fuera un ser vivo herido. El miedo que ya había sentido antes se me antojó entonces insoportable, pero antes de que me pusiera a desvariar como un poseso escuché un canturreo de suave cadencia que parecía surgir desde detrás de una columna. Me relajé un tanto y vi a la Dama de Negro, con un velo cubriéndose la nívea cabellera y una tea encendida en la mano derecha, caminando hacia mi persona.
Extraño ojo recuperado de filealien -46-.

Se agachó dejando el fuego a un lado sobre el suelo para abrazarme con mimo e hizo descansar mi cabeza en su dulcísimo, lleno y cálido seno. Yo no cesaba de llorar balbuceando que aquello era el fin de todo. Ella acariciaba mi frente limpiándola del sudor frío que la inundaba. Cuando sequé mis ojos la miré y observé en sus pupilas el fulgor de una profundidad tenebrosa y espesa que se movía como un torbellino. En esa tiniebla nebulosa las estrellas se esfumaban, como fósforos diminutos que fueran apagados por soplidos inhumanos, fantásticos. Bebí de sus labios la castidad de un beso puro y sencillo. Una fuente inagotable de placer me recorrió todos los huesos y sentí como si volara.
Al separarme de ella descubrí que la mansión entera estaba en llamas y los del grupos ardían al tiempo que emitían horrendos gritos de dolor, aunque no por ello dejaban de fornicar igual que bestias salvajes.
Alrededor nuestro el fuego consumía sus cuerpos, si bien a ninguno de nosotros nos llegó a rozar siquiera. En medio de aquel apocalipsis ella brillaba como un ángel entre diablos, irradiando paz. Y de esa calma brotó el sueño. Poco a poco, los párpados me fueron pesando cada vez más y, con la última visión de esa mujer genial en la mente, me quedé dormido.
Desperté en mi cama, palpándome la cabeza y notando el malsano calor de la fiebre. Me pregunté si todo no había sido más que una alucinación onírica provocada por la enfermedad; claro que no supe responderme, ya que no me acordaba tampoco de haberme acostado. Además, la vivencia había sido tan desesperadamente real que aún hoy tengo dudas al respecto.
A la Dama la he vuelto a ver en más de una ocasión y en ninguna de ellas me dijo una palabra.


Aquí voy a colgar un video de Los No, titulado "La llave". Son de Barcelona, y son geniales, y son de los más whoístico (léase juístico, relativo a The Who) que he escuchado ¿Por qué los pongo? Quizá porque a veces el cuento o la narración o la escritura me sirve como mera y simple excusa para colgar música que me encanta. ¡A bailaaaarrrrrrr!!!!





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