martes, 12 de julio de 2011

LA ROSA NEGRA (CAPÍTULO III)

                                                                         Capítulo III. El Puente Invisible.

Ciudad irreal,/Bajo la parda niebla de una madrugada/De invierno, un caudal de gentes vi pasar/Sobre el Puente de Londres; y siendo tantos,/Nunca pensé que la muerte llevara a tantos.
T.S. Eliot. El entierro de los muertos.

Estuvo corriendo durante lo que le parecieron larguísimas horas, rebasando en su alocada marcha setos laboriosamente trabajados con formas disparatadas, pero que no por ello dejaban de ser sumamente atractivas. Había también robles centenarios, alcornoques, encinas y hayas que ocultaban el cielo con sus frondosos ramajes, y rocas de todos los tamaños rebozadas de multicolores colonias de líquenes junto a gigantescos helechos capaces de llegarle a un hombre bien alimentado a la altura del pecho. Galopó como alma que lleva el Demonio hasta llegar, exhausto y desorientado, a un umbroso rincón donde acabó por tumbarse resoplando con agitación sobre el césped.
Descansó unos minutos con la cabeza gacha, si bien le asaltaron de nuevo las prisas por continuar. "La mujer ya habrá dado la voz de alarma entre los suyos -discurrió-. Ahora estarán buscándome por todas partes". Al mirar al frente se encontró de golpe ante dos caminos que transcurrían por direcciones prácticamente opuestas. En realidad, aquel jardín era más bien un laberinto y, aunque Cunneda desconocía su concepto, supo por instinto que el constructor de aquel engañoso edén había abierto numerosos senderos con la única idea de despistar y confundir a toda persona ajena al Reino de los Elfos.
La vereda de la derecha se mostraba por completo limpia de malezas y el sol daba de lleno sobre ella iluminándola casi de manera insultante; "demasiado bonito", sospechó como buen hibernés. La otra era, hablando claro, un sombrío túnel vegetal, en el que la humedad reinante favorecía la profusión de todo tipo de hongos, setas y malas hierbas; "¡Buaj! Demasiado lúgubre".
-¡Pues qué bien! -Prorrumpió, escupiendo las palabras tras estudiar con detenimiento la doble posibilidad que tenía delante. La tercera vía de avanzar campo a través la había descartado por temor a acabar perdiéndose-. Y ahora, ¿qué?
La inconveniencia le hizo chistar con fastidio, pero se incorporó a medias aguzando la vista para intentar descubrir la menor referencia que le indicara, aunque fuera como mera excusa, el camino que debía de tomar. ¡Ajá! Allí estaba por fin. A siniestra, pese a la abundancia de árboles, tan sólo había tras hojas adheridas a la pegajosa superficie de las setas. El joven se permitió el lujo de sonreír teniéndose por muy perspicaz.
-¿Lo ves? Ya está. Los dioses se han puesto de mi parte. Todo el suelo tendría que estar cubierto de hojas, así que por narices tiene que ser una señal. ¡Estupendo!
Ya se iba a mover en ese sentido cuando a su diestra observó, por el rabillo del ojo, a seis grandes cuervos de plumaje plateado saltando y picoteando despreocupados entre las matas de tréboles que crecían en los bordes del camino. Por supuesto, un segundo antes las aves no estaban allí. Cunneda enarcó las cejas y se detuvo en seco. Se hallaba tan confuso que ni se molestó en espantarse de la sudorosa mejilla a una mosca empachosa que acabó por extraviarse perezosamente zumbando enttre las sombras, antes de acabar en las fauces de un avispado sapo emboscado junto a un charco de aguas púrpura.
-Cuervos de plata -bufó-. Las mascotas de la Morrigan que vienen a enredarme con otra señal.
Los carroñeros alzaron el vuelo repentinamente y poco después el joven quedó turbado al ver a un pequeño lirón de ojos desorbitados por el pánico que sostenía entre los dientes media bellota. Nueve hambrientos zorros rojos perseguían de cerca al animalillo con las fauces babeando con anticipado apetito.
El ruidoso grupo cruzó en tropel por delante de Cunneda y se introdujo en el camino de la izquierda; allí, como por arte de encantamiento, todos ellos se esfurmaron en el aire, si bien dejaron patentemente marcadas las huellas de su paso sobre los destrozados fungos.
-Pero, ¿qué es todo esto? -Se preguntó soltando una risita de impotencia.
Agobiado ante tanto absurdo manifiesto, se dejó caer sobre una roca de tamaño considerable que se asemejaba bastante a un asiento, con respaldo y todo, y que previamente tampoco estaba allí. Después miró de nuevo a ambos senderos para sopesar todos los signos que se le habían manifestado e intentar concluir con una explicación vanamente razonable. Lentamente, sus párpados se fueron cerrando mientras le invadía un sopor pesado, lo más probable provocado por un hechizo élfico con semillas de viento como ingrediente principal.
De inmediato, se sumergió en un colorido y denso sueño iluminado por breves estallidos de luz que fueron conformando imágenes ya vividas por el joven. Cunneda se vio a sí mismo llegando al pueblo del que le había hablado el anciano vikingo antes de salir en busca de aventuras sin despedidas de ningún tipo.
Volvió a evocar la sensación de inquietud cuando se topó con las cuatro casuchas y media que suponían el conjunto del indefenso poblado, espectralmente bañado por el brillo lechoso de una ya muy menguante luna. Al fondo, envuelto en una tiniebla azulada, el acéano canturreaba una fluida nana dedicada a todos los niños que habían muerto ahogados en sus maternales brazos.
"En este asqueroso pueblo no puede vivir nadie", el joven soñó que pensaba.
Por encima de la siempre cambiante canción de cuna marina, a los oídos de Cunneda llegó nítido el sonido de un arpa y la voz de una mujer que la acompañaba. Descubrió que uno de los edificios rebosaba de vida. Era la taberna.
Cuando entró, el muchacho no se sintió en absoluto un extraño. Por el contrario, nadie le miró y la mujer -en realidad, una niña aún- continuó entonando su poema consagrado a los héroes de antaño:
"¿Quién esgrimirá ahora la espada
Para vengar nuestras afrentas?
La sangre nueva duerme ociosa
Mecida por la calma de la paz,
Aunque el Enemigo no descansa.
El futuro es incierto,
Y la guerra acecha en la sombra
Mientras los jóvenes pasan la vida
Retozando entre las flores.
¡Oh, Cuchulain!
¿Engañarás a la muerte
Para poder regresar a nosotros?
¡Oh, gran Nuadha!
El futuro es realmente incierto".
Un respetuoso silencio siguió a las últimas estrofas, al tiempo que el arpista pellizacaba alterado las cuerdas de su instrumento dispuesto a atacar con otro tema. Cunneda sorteó las mesas situadas en desorden por el local, abarrotado de clientela, y acabó apoyando los codos en una tabla sostenida por dos altos y panzudos toneles desde donde el posadero servía las bebidas.
"¿Y de dónde ha salido tanta gente?", volvió a reflexionar, dándose cuenta a través del sueño que era imposible que tan escasas casas acogieran a tan poblado y multiforme gentío.
Pidió cerveza haciendo tintinear unas monedas arrojadas sobre la madera. El tabernero gruñó como respuesta y desapareció tras de una ajada red de pesca que hacía las veces de cortinaje.
El muchacho aprovechó la ocasión para echar un vistazo más detallado al interior de la casa y también, de manera disimulada, al personal que asiduamente acudía al lugar para eliminar sus penas con unos vasos o en busca de un poco de compañía que les hiciera sentirse algo más vivos.
Eran, sobre todo, pescadores con los duros rostros blanqueados de salitre y las palmas de las manos agrietadas por el arrastre de las mallas utilizadas en las faenas diarias. También podían verse algún que otro viajero de paso, los menos, y comerciantes que iban periódicamente al pueblo para vender sus mercancías y relatar las últimas noticias acontecidas en el exterior.
A los nativos de la zona les encantaba escuchar especialmente truculentas historias de batallas, así como de uniones matrimoniales entre los más altos nobles y las familias reales más conocidas; a cambio, el narrador no sólo se desembarazaba más rápidamente de las chucherías que traía consigo, sino que, además, dependiendo de su facilidad de palabra y si satisfacía la natural curiosidad de los lugareños, podía pasarse toda una velada trasegando gratuitamente a la salud de sus anfitriones. Nadie en el local estaba visiblemente armado y en el ambiente se respiraba un agradable aroma de camaradería entre los más sedentarios.
La casa tampoco es que fuera muy llamativa de por sí. Tenía forma rectangular y era ancha y alta, con dos pisos por lo menos. Su base estaba erigida en piedra y el resto se alzaba en madera hasta el techo, compuesto de apretados montones de piorno traído del cálido Sur. El muchacho supuso que la planta superior servía de alojamiento para los contados forasteros que pernoctaban en el poblado.
El mesonero regresó con una gran jarra de cerámica llena hasta el borde. Agradecido, Cunneda sorbiío el amargo néctar de la malta con los ojos cerrados. pero al abrirlos de nuevo se atragantó tosiendo y soltando espuma por las fosas nasales cuando vio un sorprendente aspecto del edificio que hasta el momento le había pasado desapercibido: las paredes estaban exageradamente inclinadas hacia el mar, como si una fuerza intangible las atrajera inexorable hacia su seno.
El muchacho se dio la vuelta de golpe señalando con el dedo a lo alto; parecía que quisiera compartir con alguien su más que asombroso descubrimiento, pero los parroquianos ya le contemplaban fijamente y sin hablar. En medio de aquel silencio sepulcral, hasta el arpista había apartado su instrumento para levantarse con lentitud haciendo un gesto con su prominente mentón hacia el recién llegado. Aquel hombre era flaco en extremo y desproporcionadamente alargado, muy similar a la desagradable imagen que tenían de la Muerte los seguidores de la nueva fe procedente del Este, y a la que se había unido recientemente el padre de Cunneda.
-¿Se puede saber qué has venido a buscar por estas tierras de las que ni los todopoderosos dioses logran acordarse? -Le preguntó con sarcasmo el músico, que, por sus trazas, parecía no pertenecer a este mundo.
Cunneda no se acobardó, aunque por pura prudencia instintiva se llevó la mano al pomo de la espada, camuflada bajo la amplia capa.
-Sólo estoy haciendo un alto en mi viaje para descansar esta noche -respondió con voz tranquila-. No sé aquí, pero en el lugar de donde vengo consideramos sagrada la hospitalidad.
-Ya -le atajó impertinente su interlocutor. Era tan escaso en carnes y desgarbado que Cunneda, a pesar de la tensión que se respiraba en el aire, se regodeó pensando en que el estrafalario personaje debía de pasar al menos dos veces por el mismo sitio para poder proyectar sombra-. Un simple paseo por nuestra insignificante isla y armado como si fueras a iniciar una guerra tú solito. ¡Ah! Y por cierto, aquí la hospitalidad hay que pagarla.
El resto de la concurrencia, inclusive el tabernero, el cual parecía carecer de un cerebro con el que trabajar la cabeza, rió divertida las gracias del arpista, quien había enfatizado sus palabras dando un despacioso y afectado paseo por toda la sala. Cunneda, guardando un sensato mutismo, tuvo la sensación de estar presenciando una especie de rito que se hubiera estado repitiendo hasta la saciedad a lo largo de los años cada vez que llegaba un extranjero. El arpista dio la espalda al muchacho y habló de cara a su público.
-Parece un gran luchador, ¿eh? -Asintió haciendo un guiño de complicidad-. Estoy seguro de que es uno de esos valientes, pero estúpidos, héroes que ha venido hasta aquí para liberarnos de nuestra terrible maldición.
El arpista gimió posando el anverso de la mano sobre su frente en un teatral ademán y dirigió la mirada a la techumbre aguardando la esperada reacción del inexperto joven. Sus paisanos y conocidos a duras penas podían contener la risa.
-¿Una maldición? -Tartamudeó Cunneda con los ojos brillando de ansiedad. Tan excitado estaba que no se llegó a dar cuenta del insulto proferido por el músico para ultrajarle.
-¡Pues claro que sí! -El arpista bufón se giró con brusquedad apretando los dientes para arrostrarse con el sorprendido muchacho; el tono que utilizó era de amenaza-. La maldición de tener que aguantar durante el resto de nuestra existencia a gentuza como tú que se cree el centro del Universo.
Cunneda enrojeció de ira. Tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para no estrangular con sus manos a aquel hombrecillo de edad indefinida que, sin venir a cuento, se mofaba de él con crueldad. Otra idea que también tuvo que descartar con desgana fue la de decapitarlo limpiamente de un solo tajo y destrozarle después su estúpida cara a patadas. En vez de eso, sostuvo la mirada del arpista hasta que éste se vio obligado a apartar la suya cerrando con fuerza los párpados.
Los demás también bajaron los ojos posándolos en sus bebidas mientras el posadero, con un carraspeo, se dedicó a limpiar frenéticamente unas cuantas jarras apiladas a un lado del improvisado mostrador.
-¡Diablos, chaval! Tienes carácter -musitó el músico alejándose de Cunneda, quien se sirvió de la tregua para dar a conocer su demanda.
-Estoy buscando la entrada al País de la Buena Gente -soltó antes de libar de nuevo de su cerveza para disimular el ligero temblor de hombros provocado por los nervios.
-Eso no es ninguna sorpresa; ya lo sabíamos -replicó el otro soltando un sentido suspiro. Parecía haber envejecido cien años por el hastío que reflejaban sus facciones-. Bueno, se acabó lo que se daba. ¡Oh, sí! Tendrás que perdonar nuestras burlas, pero es que prácticamente es la única oportunidad que tenemos de divertirnos en este retirado lugar, y puedes estar seguro de que la aprovechamos al máximo. Da igual que vengan gente como tú o guerreros veteranos, ¿verdad? ¡Bah! En el fondo sois todos iguales y nos reímos a vuestra costa, porque ése es nuestro derecho. Sólo nosotros tenemos la respuesta a esa pregunta y nadie nos la puede arrebatar por la fuerza.
-¿Así que no soy el primero? -Interrogó el muchacho dejando el recipiente sobre la tabla a su espalda.
-¡Qué va, hombre! Ya han venido demasiados antes que tú. Y, a este paso, me temo que tampoco vas a ser el último.
El músico, aún más encorvado de lo que ya era habitualmente, regresó junto a su arpa y arrancó algunas notas con dedos nostálgicos. La mayoría de los presentes era consciente de que ese supuesto privilegio del que disfrutaban para el escarnecimiento, y al que había aludido antes el hombre pellejudo, no era sino una burda manera de velar su propia cobardía, o pereza en algunos casos, y eso parecía avergonzarlos a todos por igual. Eran siempre los otros quienes se atrevían a acometer la hazaña, mientras que ellos, incluso teniendo la clave del secreto en su poder, a sólo un paso de lo fantástico, que por su proximidad llegaba a transformarse en lo cotidiano, permanecían cómodamente sentados en espera de que fueran llegando nuevos campeones, sin atreverse a asomar las narices a un mundo tan peligroso como lleno de prodigios y maravillas.
-Y ¿qué ha sido de ellos? -Cunneda se removió nervioso en plena somnolencia mágica.
-¡Ja! Lo más probable es que abandonaran la empresa antes de llegar al Otro Lado -comentó con frialdad el arpista-. Y si alguno logró pasar el Puente y cruzar el Portal fue sólo para hallar una muerte espantosa a manos del Pueblo Gentil. Tan seguro estoy de ello como de que no tengo nombre.
Incluso dormido como estaba, el joven sonrió ante aquella peculiariedad: "Es verdad; en ningún momento me dijo cómo se llamaba. Qué raro que no me haya dado cuenta hasta ahora", le insinuó la vocecilla de su yo consciente. Pero lo olvidó enseguida, porque en su sueño se superpusieron rápidas visiones de los siniestros trofeos que había visto a la entrada del jardín y de nuevo tuvo miedo, aunque no estaba muy seguro de si se trataba de un temor recordado o de la zozobra que le atenazaba en ese momento.
-¿Quiere eso decir que si soy capaz de llegar voy a tener que defenderme peleando contra esas criaturas?
El hombre sin identidad puso un cómico gesto de perplejidad por la pregunta de Cunneda.
-¿Cómo? No te entiendo. ¿De dónde has sacado esa idea? ¡Oh! Ya veo, ya. Es por lo que acabo de predecir, ¿no? -El arpista se frotó las sienes como si intentara arreglar algo que no funcionara bien en el interior de su mente-. No, no, no. Olvídalo, era sólo una forma de hablar. Nada de violencia y, sobre todo, nada de sangre...
El muchacho inspiró aire con alivio bajo la atenta mirada del extraño artista, a quien también se le aligeró el alma cuando comprobó que Cunneda no le había concedido importancia a su obtusa metedura de pata.
-¡Ah! Eso está bien. Yo creía que me iba a tener que enfrentar a peligros y pruebas y cosas por el estilo -declaró el joven subiendo los hombros.
-¡Y tanto que tendrás que superar pruebas, peligros y, como tú mismo has dicho, cosas por el estilo! -respondió el poeta algo más animado-. De hecho, ya has salvado con éxito la primera dificultad: nuestras burlas, que supongo ya habrás perdonado, era una verificación de tu capacidad para el autodominio. Porque nadie, absolutamente nadie, debe de entrar en Tir Na N'og si no puede controlar sus pasiones. Por supuesto, esto no es una condición, sino más bien un buen consejo que te damos.
La clientela de la posada, que parecía reaccionar de manera instantánea a los estímulos del arpista, se aprestó a comentar y a asentir exultantes la verdad que encerraban las palabras de su bardo. Aquello sí que era rotundamente cierto.
-¿Sabes? En el fondo puede que sí vivamos bajo una maldición que se pierde en la memoria del tiempo -prosiguió divertido el músico-. No tenemos ni idea de por qué ni desde cuándo estamos aquí. Ése de ahí, por ejemplo -explicó señalando a uno de los comerciantes que compartía mesa y conversación con tres marineros-, ¿a que tiene pinta de ser extranjero? Pues yo siempre le he visto sentado justo donde está y contando siempre lo mismo. ¡Eh, tú! ¿Puedes recordar de dónde procedes?
-La verdad es que no -contestó el referido con una risita contagiosa que corearon de inmediato sus compañeros.
-A todos los que están aquí presentes no les ocurre lo mismo; algunos han llegado más tarde, pero ya ves -el arpista chistó con fingido fastidio-. Lo único que sabemos es que somos los guardianes de un arcano que nos ha sido impuesto. ¿Por quién? ¿El Rey de los Elfos, quizá? ¿Ese ser que actúa por capricho como si fuera un humano demente? -Sus ojos se clavaron censuradores en Cunneda haciendo que el joven se sintiera inquietantemente culpable-. Insisto, no lo sé. A veces creo que nunca hemos disfrutado de la niñez, que siempre hemos sido así: inmutables. Por mucho que queramos, no podemos, ¡no debemos!, marcharnos y dejar el Portal de lo Oculto cerrado para siempre. Por lo menos, no hasta que alguien logre el objetivo que se haya marcado. Así que te echaremos una mano, pero no por ti, sino para ayudarnos a nosotros mismos.
El sueño vaciló tembloroso, al igual que la superficie de un estanque cuando es violada por una piedra, rompiendo el frágil equilibrio de las imágenes y cambiando de escena sin brusquedad. Ahora se veía en una pequeña cala arenosa, desarmado y aguardando a que subiera la marea. Sobre él, la luna mostraba orgullosa la voluptuosa redondez de su plenitud. "No puede ser -se oyó decir sin mucho convencimiento-. Hace un rato no estaba llena". De todas maneras, logró apartar con bastante esfuerzo ese molesto pensamiento para recrearse con las últimas indicaciones ofrecidas de buena fe por los habitantes de aquel tétrico poblado, que llegaron hasta él como si fueran ecos de un pasado ya distante.
"Tus armas sobran -le ordenó uno de ellos-. Deberás afrontarte al peligro sólo con tu ingenio".
"El hierro de esta campana y de esta daga te servirán para alejar de ti a las presencias indeseables -le aseguró otro haciéndole entrega de ambos objetos-. Pero ten muy en cuenta que la hoja es más un símbolo que otra cosa y no puede utilizarse ni para cortar ni para clavarlo ni, mucho menos, para herir a nadie con ella".
"Fuera ese casco, y el escudo también. No pretenderás acudir en presencia de un rey (en especial, ese rey) vestido al modo de un asesino sanguinario, ¿verdad? Esta ropa que te prestamos te dará todo el aspecto de un gran señor. Aunque puede que eso al soberano de la Buena gente le importará un bledo".
"Si en realidad piensas así, ¿por qué le das entonces esa ropa?", criticó una voz intrusa, pero no desconocida para el muchacho.
"¿Y a mí qué me cuentas? -Se justificó el anterior-. Yo sólo pienso lo que él quiere que piense; al fin y al cabo, éste es su sueño, ¿o no es cierto?"
Cunneda frunció el ceño alarmado, aunque no llegó a despertarse.
"Pero lo más importante de todo y lo único que no debes de olvidar es que el nombre de las cosas es la verdadera base de la Magia -apuntó finalmente el arpista con su familiar entonación, haciendo que el sueño recuperara su normalidad-, y que hasta el más pequeño de los encantamientos necesita de la palabra".
Poco después de la medianoche el femenil astro nocturno comenzó a lanzar su cremoso hechizo sobre el mar y, en la hora tercera, toda la espeluznante potencia del océano se abatió contra la costa bramando furioso como un condenado. Se levantó también el viento y con éste una densa y escurridiza niebla procedente de aguas adentro.
"Es el momento", pensó el muchacho y avanzó hacia el mar.
Sin saber muy bien cómo, quizá por pura fuerza de voluntad o cualquier otro motivo desconocido, Cunneda pudo caminar firme y sin trabas por sobre la espuma de las olas. Con cada paso que daba se iba tendiendo ante él un sólido puente invisible, mientras que arriba, en lo más alto, el firmamento se aclaraba pausadamente con el intermitente resplandor de las estrellas. La paz y la reserva que le rodeaban le hicieron pensar de manera natural en la muerte: "Así debe de ser -recapacitó-. Así de dulce".
De esta manera, anduvo sin reposo hasta el amanecer y, justo entonces, uno de sus pies se posó sobre las plateadas arenas de una playa sin nombre que empezaba a caldearse absorbiendo afanosa las primeras luces del nuevo día. Frente al muchacho, sobre la duna más elevada, se erguía un sencillo portal negro y franco. Una vez cubierta la distancia que los separaba Cunneda intentó atisbar algo a través del vano abierto, pero más allá tan sólo estaba el vacío. Luego probó a introducir el brazo y su mano se vio repelida dolorosamente con una sacudida parecida a un bastonazo.
Cunneda saltó hacia atrás sacudiendo los dedos y haciendo gala de todo su profuso repertorio de maldiciones gaélicas. Tantas soltó que, de haber estado presente, hubiera dejado en ridículo el comparativamente pobre vocabulario de su padre. Minutos después se le ocurrió bordear la puerta para comprobar que tras ella únicamente había más dunas.
Al menos, las jambas eran físicamente palpables y descubrió con admiración una serie de dibujos en relieve sensibles al tacto de las yemas, aunque ciegos para los ojos de cualquiera que no estuviera mínimamente versado en el mundo de la Hechicería.
"Éstas tienen que ser las famosas runas de Sorensen, pero a mí no me sirven para mucho", reflexionó intentando concentrarse en buscar una solución que le despejara aquel obstáculo infranqueable. Las últimas palabras del bardo eran clave: Sonriendo para sus adentros, hinchó el pecho y gritó con fuerza su nombre.
Una de las runas empezó a lanzar destellos hasta alcanzar la incandescencia. Entonces, el Portal se resquebrajó como si fuera de cristal.

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