miércoles, 29 de enero de 2014

Tan sólo un juego

Éste es otro relato de la saga "Cuentos Absurdos" que escribí en 1996 en homenaje a mi Tía Doly (Dolores Medio), que falleció ese mismo año (tengo otra entrada con un cuento dedicada a ella: http://jmjcollantes.blogspot.com.es/2013/04/el-rey-arcoiris-novena-entrega-de.html). En realidad, es la prima de mi abuela Nieves Estrada (también fallecida), pero mi madre la llamaba así, y yo lo adopté también cuando contacté con ella durante mis años de estudios en Pamplona. Más que un cuento es una narración con Asturias de fondo sobre un chaval cualquiera, haciendo lo que tendrían que hacer los demás chavales de su edad: disfrutar de la vida echándole imaginación. Se titula:


Representación del Cuélebre en una casa del municipio de Murias. Cogido de www.muriasdealler.com

Tan sólo un juego

Las tardes de Primavera eran buenas para pasear. Joaquín, un avispado chaval de doce años, tenía esa sana costumbre y de ahí que cada día, a eso de las cinco, cogiera su merienda y tomara el camino que conduce al hayedo. A medida que dejaba atrás las casas de la minúscula aldea el rapaz notaba que la hierba se mostraba más densa y jugosa, el aire se hacía más limpio y agradable y sus sentidos, más perceptibles y abiertos a todas esas maravillas que conforman la belleza de los campos asturianos. Era capaz de gozar realmente con la simple contemplación de la flor del trébol que zarandeaba su penacho morado al ritmo que le imponía la brisa baja, y se revolcaba chanceando a viva voz por los prados, aspirando en profundidad aquel olor salvaje que emanaba del verdín.
Aunque la mar se hallaba lejos, su imaginación podía raptar el salado perfume del Cantábrico, que él asociaba involuntariamente con la luminosa visión del río Monasterio serpenteando perezoso por el valle. Su mente infantil, entonces, se llenaba con oleadas de fantasías propias de un pequeño héroe: "Por allí llegarán los invasores pensaba, creyendo ver las alargadas de aquellos hombres altos y rubios infestando la superficie de la corriente—, pero se las tendrán que ver conmigo".
Acto seguido, recogía una rama larga y flexible y la blandía ante sí para arrostrarse a los rubicundos guerreros de allende los mares boreales.
Flor del trébol. Tomada de www.fotonatura.org
—¡Tú, el jefe! —Gritaba con autoridad a un imaginario gigante de largas coletas y espesas barbas blondas, yelmo astado y una enorme hacha en sus nervudas manos—. Mejor te das la vuelta con toda tu gente o aquí va a haber algo más que palabras. Soy Don Joaquín, el mejor caballero del rey. Te burlas, ¿eh? Pues toma esto. Y esto para ti. ¡Quish! ¡Toma! ¡Muere! ¡Ja!
Uno a uno, los colosos del Norte iban cayendo bajo la fuerza imparable de sus mandobles hasta que no quedaba en pie ninguno de los incursores que habían osado horadar su amada tierra. Hecho el trabajo de defensor del reino, volvía a reír mientras arrojaba a gran distancia su Tizona de madera para continuar después con su marcha en pos de nuevas aventuras.
Al llegar por fin al bosque de Redes sus pisadas se hacían respetuosamente lentas, procurando caminar sin hacer muchos ruido. Bajo las frescas y cerradas sombras de las hayas y carbayos brotaban frondosas matas de helecho que susurraban a su paso invocaciones impregnadas de magia.
Allá en todas las aldeas del Caso se decía que en la espesura, escondidos acechantes por cualquier rincón, habitaban seres feéricos. Algunos muy peligrosos como los trasgus; otros, como las bellísimas xanas, no tanto. Pero todos, y de esto sabía la mayoría de los aldeanos "por experiencia propia", demasiado bromistas. El guaje no temía a nada, era en exceso audaz y se limitaba a admirar incansable las mil formas y colores con que se engalanaba la arboleda en aquella época del año.
Siguiendo una vez la llamada del urogallo y del pito, Joaquín se topó con un llamativo corro de retallinas y rapiegus que bailaban al son de extrañas gaitas y tamboriles; pero cuando la música cesó el niño tuvo que cubrirse la boca conteniendo la risa, porque, en realidad, aquellos animales no eran sino diaños burlones de puntiagudas orejas disfrazados bajo pieles.
Sin duda alguna, cuando mejor lo pasaba era al verse cara a cara con Laral, o por lo menos así decía ella que se llamaba. Dicho nombre aludía a una chiquitina muy hermosa, de abundantes cabellos caoba y ataviada a la manera de una auténtica princesa salida de un cuento de Christian Andersen. De hecho, la chiquilla, cuyos ojos color de atardecer parecían no ser de este mundo, se proclamaba a sí misma Reina de las Hadas, y Joaquín nunca lo puso en duda, aunque tampoco le concedía excesiva importancia; para él Laral era simplemente y antes que nada una excelente compañera de juegos.
¿Joaquín y Laral? Quizá. Dibujo del excelente artista Benjamin
Lacombe
, cuyo trazo me gusta tanto como
el arte de su compatriota Rebecca Dautrener.
Fue ella la que le enseñó los trucos necesarios para observar, sin ser visto y sin molestarlos, a los feeres en sus tareas habituales y la que le descubrió el intrigante misterio que se esconde en el hecho de que de un ínfima bellota pueda brotar a la larga un roble longevo de siglos y tan elevado que sus ramas acaben por rasgar en jirones las cabalgaduras esponjosas del irascible Nuberu.
Cada vez que Joaquín, el privilegiado, rozaba con sus dedos inocentes la estrella de oro que Laral ceñía sobre la frente el chico no podía dejar de reír por las cosquillas, y ambos se ponían a cantar tomados de la mano, llamando a la fina lluvia para que el orbayu acompañara el canto con su empapada melodía siempre cambiante.
Un triste día, años más tarde, Laral no acudió más a la cita. Pero, como digo, ese inevitable suceso ocurrió tiempo después.
Con sus idas y venidas, por entre musgos y colonias de setas pringosas que se adherían ansiosos a los troncos de los centenarios árboles, Joaquín averiguó que ese sorprendente estruendo —tan parecido al tronar de las grandes rocas cuando se despeñan por una empinada ladera— y ese temblor que a veces hacía rodar al rapaz por los suelos eran provocados por un enorme cuélebre negro, quizá el mayor del mundo, que moraba en una recóndita caverna de la Peña del Viento.
De cuando en cuando, la enorme bestia surgía del interior de su habitáculo, batiendo cansinamente sus alas correosas, en busca de Dios sabe qué. Lo más probable es que fuera de caza y, aunque los paisanos culparan siempre al lobo (y, en ocasiones, también al oso), Joaquín sospechaba que las vacas que pacían en Brañagallones eran atacadas y devoradas posteriormente por el legendario ofidio.
Evidentemente, el muchacho al verlo se ocultaba, sin perderlo de vista, en lo más aciago de la selva, porque, aunque valiente, Joaquín no era nada tonto.
A la hora en que las sombras se alargaban huidizas como gomas negras, el chico iniciaba el regreso a casa. Era también el momento en que le acuciaba el hambre y, tras un atracón inicial de moras, echaba mano al bocadillo encaminando sus pasos hacia el nacimiento del río. Una vez en la orilla, de cuclillas, viendo pasar el agua renovada y pura, consumía en pocos bocados el pan relleno de chocolate Cibeles, no sin antes repartir algunas migajas con las truchas que hacían bullir la superficie mientras atrapaban al vuelo a los imprudentes insectos de plata sucia.
Xanas engatusando a un pobre mortal, de atlantiscomplementos.wordpress.com.

En algunos puntos del cauce, allí donde había más profundidad, los rayos del sol poniente reverberaban con mayor intensidad que en otros, y entonces el niño, si se fijaba con atención, lograba distinguir, entre los destellos, a las insólitas damas fluviales, con su pelo largo y rutilante y sus caras pálidas radiantes de inquietante beldad.
Ellas le sonreían amistosas al tiempo que se acercaban a él murmurándole promesas que el pobre no llegaba a comprender... Por ser todavía demasiado joven. Joaquín se apartaba de las mujeres, aunque no por notarse molesto ni avergonzado, y ellas le dejaban ir en paz; si bien siempre había alguna que predecía convencida:
Ya caerá.
Pero no todo era diversión. La inminente llegada del anochecer suponía para Joaquín la gran prueba. Era una hora temida de veras por el chico, ya que, dependiendo del tiempo que hiciera, el Mal podía presentarse con todo su perverso poder para intentar robarle el alma, tal y como había oído decir a Don Cerilo, el párroco del concejo, en más de una homilía.
El Mal se manifestaba silencioso en forma de pesados nubarrones que velaban las luces del día, sumiendo a la aldea en una extraña oscuridad prematura. Mientras las tinieblas adquirían firmeza en su sistemático avance el mocito sacaba como podía fuerzas de flaqueza y, encomendándose al Altísimo, chillaba a las sombras que dejaran de perturbar a su hogar y a sus seres queridos, y éstas, como impresionadas por el candor de su adversario, se retiraban pavorosas hacia el interior impulsadas por un viento divino, aligerando así en parte la aflicción que sentía el muchacho.
Joaquín no es que fuera un chico insociable ni nada por el estilo y, por supuesto, si lo quisiera, habría tenido más de un amigo con el que compartir sus particulares momentos de ocio. Pero es que él era así, diferente, especial, y el resto de la chiquillada percibía con envidia la discrepancia calificándola de locura; aunque tampoco se atrevían a dañarle.
Cuando le veían llegar de sus largos paseos, callaban y no le invitaban a unirse a ellos en sus juegos. De todos modos, el niño tocado por Dios no habría aceptado nunca el convite, puesto que prefería mil veces más ver a los traviesos pautos dando patadas a los granos de maíz que se habían soltado de las mazorcas almacenadas, en medio de un improvisado estadio dispuesto en el interior del hórreo familiar.
Las estrellas rielaban ya en el crepúsculo astur cuando Joaquín traspasaba el umbral de su casa y se iniciaba el ritual tantas veces repetido; su madre, despreocupada, le preguntaba qué había estado haciendo en toda la tarde, y el mozuelo, intuyendo la complicidad de la mujer, respondía estampándole un beso en la mejilla:
Nada en especial, mamá. Sólo me divertía.


Hórreo asturiano con su maíz colgando. Cogido de www.panageos.es 




Un buen tema del grupo asturiano Los Murciélagos: "Taxi Driver".



Y éstos son los insignes Nikis, con la canción que los seguidores del Sporting han adoptado como suyo: "Soy minero". Es cachondo.



Hablar de Asturias sin el tema homónimo de Víctor Manuel carece por completo de sentido.


Y para cerrar, el Himnu d'Asturies, que más de uno ha convertido en el himno de todos los que se han pasado un pelín bebiendo en una juerga, en fin...


lunes, 20 de enero de 2014

El tamborilero

Aquí tenemos otra historia escrita en mis inicios que se enmarca en la famosa Batalla de Elviña, muy cerquita de A Coruña. Por entonces, carecíamos de Internet y no podíamos acceder de inmediato a importantes detalles, como puede ocurrir ahora, para recrear una narración. Así que las fuentes que se usaban provenían de oriundos de un lugar que habían escuchado historias y que luego te narraban con orgullo mal disimulado, porque su tierra chica formó parte de la Historia, con mayúsculas, modelándola. En Pamplona, mientras estudiaba Periodismo, me codeé con un buen número de gallegos de todo tipo, desde amantes de lo fantástico (curiosamente, los que optaron por carreras de ciencias) hasta los que más se aferraban a una realidad impoluta y que coincidían con los que estudiaban de Derecho. El caso es que uno de ellos (no recuerdo bien el bando al que pertenecía) me contó esta curiosidad de la Guerra de la Independencia española, y yo no desaproveché la ocasión de plasmar mi punto de vista sobre ella en forma de cuento (quien tenga memoria reconocerá detrás también el claro influjo de Barry Lindon, película realizada por Stanley Kubrick en 1975, y que tuve la inmensa suerte de ver en pantalla grande con mi buen amigo Pedro Burzaco en los Cines Iturrama). Se enmarca dentro de la serie "Cuentos Absurdos", he realizado una serie de modificaciones actuales para que adquiriera cierto barniz histórico y se titula:

Representación de la Batalla de Elviña. El cuadro está en la actualidad en el Palacio de Versalles.

EL TAMBORILERO

El capitán Creagh, del Regimiento 51 de Highlanders, miró al cielo del mediodía, en el que se empezaban a formar nubarrones, aunque el sol se hacía notar a través de los cada vez más escasos claros que, de cuando en cuando, se abrían allá en lo alto. Se había puesto una mano en la frente haciéndole sombra sobre los ojos que, a pesar de todo, guiñaban a la luz. Fue bajando lentamente la cabeza, saboreando el paisaje gallego. Le resultaba increíble el parecido de esta tierra con su natal Escocia.
Cuando llegó a España había creído que iba a encontrarse con un secarral desierto y árido y plagado de víboras, pero en vez de arena tenía yerba verde bajo sus pies y en vez de serpientes que las había, y en abundancia, pero bien ocultas— halló refrescantes ríos donde saciar la sed. Eso sí, la huida del Ejército británico acosado por el mismísimo emperador francés había sido un desastre y también le había mostrado la peor cara de aquel sureño país bajo el frío y la nieve embarrada, por lo que un poco de sol, que era el mismo en todas partes, era muy de agradecer en aquel gris y gélido invierno.
Miró hacia la extensión que tenía delante, de espaldas a la costa, y admiró el contraste: verde puro contra azul puro; "una esmeralda junto a un zafiro", se dijo el capitán.
Se olvidó finalmente del panorama para fijarse en sus hombres. Gente dura; algunos jóvenes, otros no tanto, y todos valientes y sufridos.
Eran soldados escoceses elegidos expresamente para retener a las tropas francesas el tiempo suficiente como para que en retaguardia, allá en La Coruña, el grueso del ejército inglés desembarcara hacia las islas, a casa, para lamer sus heridas y regresar algo más repuestos. Ésa era la idea del general Moore. El viejo militar era un astuto y curtido hueso bien duro de roer y a los gabachos, como gustaban en llamar los españoles a los casacas azules, se les podía atragantar si se lo intentaban tragar.
Su compañía se encontraba a la izquierda del frente inglés, si bien el veterano líder, al frente de la Brigada 95 de Infantería de Fusileros, se había llevado por ahora la peor parte de la refriega. Pero la Union Jack todavía hondeaba orgullosa en el centro de la cuña británica y en aquél de los varios recesos que se suelen producir en mitad de una batalla como aquélla, considerada "civilizada", el capitán se permitió el lujo de contemplar aquel trapo tricolor que abrigaba bajo su maternal yugo a galeses, ingleses, irlandeses y escoceses por igual. De hecho, a su alrededor el Regimiento 50 de Fusileros Reales Galeses estaba siendo despedazado por la artillería desplegada por el indeciso, aunque inteligente, mariscal Soult.
Creagh pensó en los pocos de los suyos que sobrevivirían aquel día. Por un momento creyó verlos igual que si fueran carneros caminando hacia el matadero, auténtica y literal carne de cañón; pero luego, enfadándose consigo mismo, desechó la idea.
—No. Son hombres —susurró mirando al suelo mientras cerraba la mano en un puño de enojo y vergüenza hacia su persona.
—¿Señor? —Era el joven tamborilero Finbar O'Rourke. Un nativo de Cork de apenas quince años, que se había extrañado sinceramente al oír hablar a su lado al capitán. Éste se le quedó mirando un momento.
"Por Dios, pero si es un niño", pensó y le apoyó con cariño la mano en la cabeza.
—No pasa nada, chaval —le respondió y se alejó en busca del sargento Adair Irwin.
Lo encontró departiendo animadamente en gaélico con un soldado raso de nombre Dermoth acerca de las mujeres de pelo pajizo que les aguardaban en su tierra y de lo que él haría en ese mismo momento con una de ellas si la tuviera a mano. Ambos se reían a carcajadas. No en balde, todavía guardaban algunas botellas de vino procedentes del saqueo sistemático realizado en todas las casas que se habían encontrado por el camino en dirección al puerto salvador.
Thoir Toigh! Cum samhach! —Le advirtió entonces el soldado con un ligero acento pastoso y el sargento se giró con una agilidad pasmosa para su gigantesco tamaño cuadrándose ante el capitán. Creagh respondió al saludo con desgana y volvió a pasear la mirada por la zona con los brazos en jarras.
—Irwin... De los españoles no se ven ni las sombras. ¡Maldita sea! —Gritó el capitán—. ¿No es ésta su guerra?
El sargento miró a su vez en la dirección que contemplaba su superior y se rascó sus rojizas y abundantes patillas.
Aspecto que tiene un highlander del 42
Regimiento en las guerras napoleónicas.
cogido de accionunoseis.org.
—Sin duda, señor. Pero ellos tienen otras batallas que atender. Eso sin contar los que ya han caído junto a nosotros en la retirada y que dos de sus regimientos nos apoyan desde la ciudad —comentó prudente—. En cierto modo, lo nuestro es una escaramuza que no les concierne del todo. El enano corso sabe bien lo que se hace...
—¡Así se queden helados los malditos franceses con este frío venido del Infierno! —Respondió el capitán mientras se secaba el sudor con un pañuelo sucio de sangre y ceniza tras quitarse el sombrero.
—Señor —exclamó el sargento—, si lo ve conveniente a la tropa se le podría dar un pequeño respiro. Llevamos horas de tensión y de combate y los franceses nos acosan, pero no terminan de atacar.
El capitán miró a Irwin con una sonrisa irónica.
—¿Cansado, sargento?
—¡Dios me libre, señor! En mi familia nunca estuvieron permitidos esos lujos más propios de nobles que de una plebe pobre como las ratas; no sé si me entiende —respondió el aludido casi con indignación—. Lo digo más bien por ellos.
El capitán miró a sus hombres, se volvió a cubrir con el sombrero y mientras se alejaba dijo:
—Evidentemente, por ellos. Está bien, dé la orden. Pero que los hombres se vayan alternando.
Irwin comenzó a gritar bien alto para que toda la compañía le pudiera escuchar sin excesivos problemas.
—¡Atención! —Los soldados se tensaron con un entrechocar de talones y armas recogidas en los arsenales coruñeses—. ¡Primer batallón! ¡Sobre el lugar... Descansen!
La mayor parte se dejó caer al suelo con satisfacción y comenzaron a charlar como si se encontraran a miles de kilómetros de allí, aislándose del desastre que se cernía a su alrededor. El resto se mantuvo alerta a los movimientos del enemigo, que en cualquier momento podría reiniciar las hostilidades hacia la zona en la que se encontraban, muy próxima a un lugar llamado Pedralonga.
Caía la tarde y las sombras se alargaban para devorar con hambre los perfiles de todo lo tangible e intangible. Durante ese mínimo periodo de tranquilidad Finbar O'Rourke contemplaba pensativo su tambor. No comprendía exactamente la razón por la que se había presentado voluntario para aquel suicidio. Quizá fuera porque no tenía familia ni en Irlanda ni mucho menos en España, o quizá creyera bueno transformarse en un héroe y entrar a formar parte de una Historia que se teñía cada vez más de negro bajo la oscura sombra de Napoleón. Un emperador absolutista, con Julio César y Alejandro Magno como principales ejemplos en los que reflejarse, que tuvo sus orígenes en una teórica Revolución del pueblo para el pueblo, y a la que acabó traicionando con un golpe de estado por el bien de una Francia que medraría como nunca gobernada por su férrea mano.
Pero la política no le importaba al joven tamborilero ni tampoco a los soldados con los que compartía camaradería y destino y que en ese momento tenían ánimos para bromear incluso sobre la muerte.
—¿Os habéis dado cuenta? —Dijo uno de ellos señalando con el dedo por encima del hombro hacia retaguardia—. Esos cretinos han dado por segura nuestra muerte.
—¿Por qué lo dices? —Quisieron saber varios a la vez; en sus caras se leía una curiosa alegría. Esperaban que el chiste fuera bueno.
—Ni siquiera nos han dejado víveres para la cena de hoy.
Por un momento se hizo el silencio y poco después un coro de risas sacó a Finbar de su ensueño. El chaval también sonrió, aunque ligeramente.
Creagh contemplaba estas muestras de ánimo con satisfacción. "¡Qué ser tan curioso el hombre! —Caviló—; éstos van a la muerte y se lo toman a broma. Realmente asombroso".
Uno de los cabos se le acercó corriendo e hizo el saludo antes de informarle:
—Señor, los franceses —tenía la respiración entrecortada por el ansia.
—¿Se mueven?
—Han formado para el avance delante de nosotros.
—Bien. Avise al sargento Irwin. Que se presente de inmediato ante mí —fue hacia el bulto donde se acomodaban sus enseres personales y sacó un catalejo, regalo personal del propio comandante Wesley. Lo desplegó por completo y avanzó unos pasos antes de llevárselo al ojo. A su lado aparecieron el sargento y el cabo.
—¿Señor? —Preguntó Irwin en posición de firmes y bastante más despejado que antes.
—El general Hope ya debe de estar al tanto, pero envíe a un hombre a darle aviso y esperaremos órdenes —dijo Creagh sin sacarse el catalejo del ojo—. ¡Por San Jorge que vamos a tener un buen baile! Nos tocan unos cuantos...
La masa de soldados bajo el mando del muy astuto general Delaborde se desplazaba hacia el valle donde se encontraba la minúscula localidad de Pedralonga. En el centro de las líneas británicas los franceses habían concentrado el fuego de artillería y la batalla allí estaba resultando especialmente dura y sangrienta.
"Nos toca de nuevo", se dijo el capitán, mientras calculaba las fuerzas enemigas a las que se tenía que enfrentar en pocos minutos.
—¿Cuántos cree que son, señor?
—Unos cinco mil... Quizá más —respondió su superior sin inmutarse—. Pero no hay caballería y tienen muy pocos cañones.
La orden no vino de Hope, sino del general Leith, que se encontraba a su derecha, y no era otra que acudir al encuentro de los franceses. Por entonces, el general Moore había fallecido en combate, mientras que su sucesor, el general Baird estaba muy malherido, con lo que Hope se hizo con el mando supremo. Pero de eso los escoceses no tenían noticias.  
—Tenemos trabajo, Irwin, y hay que hacerlo deprisa y bien.
El sargento volvió a saludar y se alejó gritando órdenes. La compañía ya estaba preparada y el sargento se encontró a todos de pie y dispuestos para cualquier eventualidad. Sus caras, sin embargo, mostraban una gravedad gris y macilenta y más de uno tuvo que disimular sus náuseas.

Un tamborilero y un gaitero vestidos a la manera de las guerras napoleónicas. Foto cogida de royalgreenjackets.blogspot.com.es.
—¡En formación! ¡Muchachos! ¡Deprisa! Vamos a defender con uñas y dientes el vino que nos hemos encontrado por el camino. Que no caida en manos de los franceses.
Hubo algunas risas, pero enseguida el entrechocar de armas dio paso a un silencio inquietante. La brisa fresca movía los penachos de sus gorras y traía el ruido de cientos de pies avanzando en la distancia y algunas órdenes gritadas en francés.
El capitán Creagh llegó a paso firme y se colocó de espaldas a sus hombres, en primera línea. Detrás de él se situó el sargento, aguardando paciente. Miraba al cielo, pero no rezaba. Su superior le habló sin volverse para mirarle.
—Nuestra compañía abrirá la marcha. Estaremos apoyados por otras dos compañías de fusileros ingleses y galeses que nos flanquearán en el avance —luego elevó la voz para que todo el mundo le escuchara—. ¡Por la gloria de Escocia en nuestros corazones! ¡Quiero que la música suene bien alta por encima de los disparos!... ¡Aaaatención!
Creagh desenvainó su espada y los 350 hombres de su compañía comenzaron a escuchar el sonido de una decena de roncones sonando a la vez. Enseguida las gaitas interpretaron "Highland Laddie", la melodía tan conocida por aquellos rudos hijos de la Caledonia céltica. La sangre empezó a bullir en sus venas y sin moverse del sitio comenzaron a marcar el ritmo con los pies.
El capitán dio la orden de avance y, al mismo tiempo que entraba el redoble de los tambores, toda la compañía se puso en marcha.
Finbar superó el terror inicial gracias a la música. Golpeaba frenéticamente el parche de su instrumento junto a otros cuatro chicos que caminaban a sus lados. Detrás de él iban los soldados con sus fusiles en bajo y las ballonetas caladas. Miró al capitan que marchaba a buen ritmo con el sable descansando sobre el hombro.
Los franceses se habían detenido poco antes de alcanzar Pedralonga. Todavía estaban lejos y no se escuchaban disparos. Frente a ellos se habían colocado las piezas de artillería —no más de seis— y numerosos efectivos de artillería. Galeses e ingleses también habían iniciado el avance a ritmo de tambores y flautines de guerra. Los últimos estarían acosados por la mitad de los 1.600 dragones del general Lorges. El joven tamborilero analizó fríamente su situación y consideró que era mejor que la de una carga de caballería, aunque en aquel terreno abrupto y plagado de obstáculo la efectividad en combate de aquellos animales era por completo nula.
Monumento a Sir John Moore donde cayó en la batalla.
Había prisa. La tarde se movía con rapidez y la débil luz invernal del sol en breve se apagaría. Sault no las tenía todas consigo, y no se atrevía a lanzar un ataque final, porque podría derivar en un auténtico desastre. Pero los británicos querían tener cerrada la evacuación del ejército esa misma noche. Así que la labor de los voluntarios que quedaban en el frente era la de seguir frenando la falta natural de iniciativa por parte del enemigo y evitar que éste acabara utilizando su cañones contra los barcos fondeados en la bahía de A Coruña.
El primer disparo de cañón sobresaltó al joven. Era un proyectil de cálculo. Cayó a unos veinte metros delante de la compañía, abriendo una espantosa herida negra en el verde del valle. No volvió a escuchar más cañonazos hasta que llegaron a la altura del hueco producido por la primera granada. Entonces las seis bocas vomitaron sus balas a discreción y fue como estar en el corazón de una tormenta espantosa. Tardaron algunos segundos en caer a tierra, y cuando lo hicieron varios cuerpos destrozados quedaron esparcidos por la yerba sin darles tiempos a gritar.
Las gaitas plañeron más fuerte y los tambores golpearon duro el cuero para ensordecer el rugido de las detonaciones. Los franceses esperaron a regular el tiro otra vez y de nuevo abrieron fuego. Una bomba estalló delante de Finbar levantando terrones de tierra y piedras que golpearon en su tambor y le hirieron e las piernas desnudas bajo el kilt verde del uniforme escocés. Su cara se oscureció con el humo y de la boca le salían esputos terrosos.
Observó al capitán que continuaba igual de erguido, mirando siempre adelante. Había perdido el sombrero y su peluca blanca quedaba a la vista de sus hombres. El sargento Irwin había caído decapitado por una bala de cañón que le arrancó de cuajo la cabeza, y era un cabo el que ahora ocupaba su puesto. A partir de entonces y hasta el final los cañones no cesaron en su empeño de desgarrar la carne y los huesos de los furiosos escoceses. Finbar imitó al capitán: apuntó la cara al frente, pero sin ver el objetivo; sólo caminaba, siempre, sin pausa, pensando que quizá así lograría esquivar a la muerte.
Sus compañeros caían en silencio, ahorrando aspavientos, como si fueran muñecos de trapo sin el sostén que proporciona la vida. De cuando en cuando, Finbar llegaba a divisar los huecos que dejaban a su lado los muertos.
Sonaron los primeros disparos de fusil: una interminable hilera de franceses abría fuego dejando cantidad de pequeñas nubes de humo blanco que se elevaban hacia el cielo, indiferentes al pedestre escenario de la guerra. Las redondas balas la mayoría de las veces no eran mortales, pero sí muy dolorosas y, a la larga, el herido no llegaba a salvarse. Tras la compañía el campo aparecía sembrado de moribundos que gemían con los brazos en alto solicitando ayuda.
Creagh recibió el primer impacto en la pierna. Dio un traspié y se tuvo que apoyar en la espada para no caer. Finbar vio cómo aquel hombre realizaba enormes esfuerzos por incorporarse y antes de que el resto del grupo le alcanzara, él ya estaba de pie y andando a buen paso. Cada movimiento de sus piernas hacía que el capitán encogiera la boca en un gesto de dolor y que un chorro de sangre manara libremente de la herida. Los ojos del capitán apenas podían enfocar nada a través de los chispazos de luz que le provoca aquel tormento.
Los escoceses por fin abrieron fuego y algún que otro francés cayó del mismo modo: en silencio y sin gestos superfluos. Simplemente morían.
Quedaban pocos galeses a su izquierda y de los ingleses no se sabía nada; había un silencio inquietante en su zona. Finbar temió que hubieran muerto todos, aunque en realidad las otras dos compañías se habían replegado concentrando en los soldados gaélicos la totalidad del fuego enemigo.
Sin embargo, el momento más angustioso para el joven irlandés fue cuando notó que el sonido de las gaitas y tambores había disminuido drásticamente, y que el ruido de pasos marcando el ritmo en tierra era débil, casi imperceptible a sus espaldas. "¡Dios mío! No hay casi nadie. Me estoy quedando solo", pensó asustado sin atreverse a echar un vistazo ni atrás ni a los lados, aunque la tentación era intensa.
En otra tanda de disparos el capitán cayó por fin. Se quedó apoyado en rodillas y manos y con la cabeza gacha. Finbar recibió un proyectil en el tambor, pero no se dio ni cuenta, ya que en ese momento estaba dando la vuelta al instrumento para continuar golpeándolo en su parte inferior; la otra se había roto.
Justo entonces se percibió del absoluto silencio que se había hecho en el campo. No había música ni pasos a su alrededor, y los franceses que entreveía a través de las columnas de humo habían dejado de disparar. Finbar se encontraba al lado de su capitán, que jadeaba con rabia defendiendo el último aliento de vida. El joven comenzó a llorar quedamente y notó la mano de Creagh que le empujaba, animándole a seguir.
—Venga, muchacho... ¡Adelante!
Finbar vaciló un instante, contemplando la súplica en los ojos del capitán.
—¡Vamos! —Repitió éste y Finbar comenzó a tocar de nuevo, avanzando poco a poco al principio, tratando de disimular el temblor de sus piernas, y al ritmo después.
Justo detrás, Creagh había empezado a entonar como buenamente podía el "Rules Britannia", pero parte del aire se le escapaba en burbujeantes espumarajos rosados por sus perforados pulmones.
Delante los franceses se habían transformado en formas borrosas a causa de las lágrimas. Varios de ellos se cuadraron ante Finbar formando un pasillo para dejarle pasar con las armas en alto, saludando al valiente hijo de Hibernia.
Creagh había dejado de cantar y yacía muerto en tierra ahogado en su propia sangre, y Finbar avanzaba hacia adelante, con el sol poniente a su espalda, redoblando con fuerza su tambor.
La misión se había cumplido.





Representación de una carga de infantería británica en las guerras napoleónicas. Cogida de www.hisinsa.com
Por alusiones, voy a introducir dos videoclips de Barry Lindon. El primero es la Marcha del Liliburlero, una delicia para el cuerpo y el alma:



La siguiente es British Grenadiers y una danza tradicional con la forma de bailar típica irlandesa, bajo el título de "Piper's Maggot Jig" e interpretada por The Chieftains.



Y una de los temas más célebres del grupo Luar Na Lubre, gallegos hasta la médula, "O Son Do Ar", del que Mike Oldfield quedó por completo prendado (y no me extraña).



Por cierto que si alguna productora gallega tiene la buena idea de llevar esta batalla al cine, no va a tener problemas con los extras, porque cada año en A Coruña se celebra el aniversario de este encuentro bélico entre casacas rojas y azules con una representación muy bien ambientada. He aquí una pequeña muestra:




El toque Mod-ernista: The Jam y su "The Eton Rifles".


miércoles, 8 de enero de 2014

La sombra del Kraken

Otro cuento de mi juventud más bisoña plagado de errores, ideas simplistas y visiones sin profundidad, pero me gusta el trasfondo, a pesar de que apenas sí hay acción en su interior. Por cierto, que hablando del Kraken, más de un productor de cine debería de echar un buen vistazo a esto (una genial obra de Jordi Benet y Antonio Segura) para ver si alguien tiene la estupenda y maravillosa idea de adaptarlo al cine: http://www.morbidofest.com/kraken-comic-resena-especial/.
El cuento está fechado el 18 de Junio de 1990 y la ubicación, Bilbao, pero no pertenece a la saga de "Cuentos absurdos". Se titula:


¡Ja, ja, ja! ¿Quién fue primero, el cuento o el dibujo? ¡Jo, jo, jo!

La sombra del Kraken

No soplaba ni una gota de viento. El drakkar se mecía tenuemente casi sin avanzar desde hacía varias horas; el tiempo necesario para que los remeros se tomaran un buen descanso antes de volver a introducir sus crujientes remos en el agua para bogar rumbo hacia un punto indefinido. Varios marineros mantenían la mirada en la vela que caía floja, como muerta, apoyándose contra el elevado mástil, envolviéndolo en un inútil y colorido abrazo de tela.
Si al menos se levantara el aire tendrían la oportunidad de alcanzar tierra firme en cualquier parte antes de que los víveres empezaran a escasear. Pero los dioses impertérritos continuaban sordos ante las plegarias. Los hombres deben de saber desenvolverse por sí mismos, aceptando con resignación el fruto de sus propios actos responsables. Sin embargo, la enorme e inconmensurable libertad humana a veces resulta ínfima frente al poder de los elementos o ante la sospecha de la soledad más absoluta.
La mar los había engañado. A todos: líderes y seguidores por igual. Perdidos, ahora erraban sin saber a ciencia cierta hacia dónde se encaminaba el navío, minúsculo en la inmensidad de un siempre cambiante escenario empapado por las olas. El cabecilla de la expedición callaba sin apartar los ojos grises de la superficie del agua, tan clara que parecían adivinarse las rocas del fondo. De repente su corazón dio un vuelco en el pecho; bajo el barco vio deslizarse una gigantesca sombra que desapareció enseguida.
"Es... Imposible", pensó aferrando con fuerza el timón.
—¡Lo he visto! —Señaló uno de los remeros llamado Einar.
—¿El qué? —Le preguntó otro que se situaba justo a su espalda.
—Al Kraken.
Un silencio pesado recorrió toda la embarcación. Todos aquellos espíritus supersticiosos se dedicaron a buscar en las verdosas olas con angustia, a base de ojeadas furtivas, sin atreverse a mirar directamente a aquel mar tan cálido y tan lejano ya de sus hogares. El Kraken huele el miedo, y basta con demostrarlo para que él surja desde lo más profundo. El jefe se giró en redondo y dio la orden de avanzar. Había que apartar a un lado la ominosa idea del monstruo si no quería que se le amotinara la tripulación:
—¡Remad ahora! ¡Ya está bien de descanso! —Gritó furioso.
—¿Remar? ¿Hacía dónde? —Siseó con rabia Einar—. ¿Sabes tú acaso dónde estamos?
Uno de sus compañeros, al que llamaban Erik, le hizo callar aplicándole una patada entre los omóplatos. Acto seguido el barco surcaba con buena marcha las aguas apacibles. Hermund, el jefe, volvió a dar la espalda a sus hombres y continuó cavilando.
Niebla en el mar, fotografía de Enrique López Núñez,
extraída de www.artelista.com
Mal había empezado el viaje para ellos. Habían salido desde el puerto islandés de Skutulsfjördur para dirigirse a Irlanda con la idea de encontrar allí un buen botín, pero a mitad del camino apareció la nieba, tan espesa como el aliento de los hrímþursar, que les hizo perder de vista a los otros tres barcos de la expedición, y que les mantuvo vagando por el mar durante horas. Al dispersarse la densa bruma se hallaron navegando en medio de un mar tranquilo y totalmente diferente al que ellos estaban acostumbrados a cruzar en su viajes. El gris plomizo de las aguas habían pasado a un azul purísimo y tan reluciente que casi hería los ojos. Era como si hubieran dado un salto dimensional de un punto a otro del planeta. El fenómeno desconcertó a los norteños, pero, en principio, no podían echar la culpa a nadie. Eso sí, las provisiones de comida y agua comenzaban a reducirse de forma drástica, especialmente por la sed que causaba el calor de aquella parte del mundo, y eso significaba sufrimiento. Una aflicción de la que alguien, por fuerza, debería responder más tarde o más temprano. Muchos rostros barbados se fijaban en los anchos hombros de su líder. La víctima. Pero, a pesar de todo, ninguno osaba todavía hacerle frente y se limitaban a escupir y cuchichearse unos a otros su creciente malestar.
Un joven se levantó del grupo de remeros y fue hasta el jefe para hablar directamente con él en voz baja:
—Tío —llamó el joven. Hermund se volvió con las pobladas cejas alzadas, recién salido de su ensimismamiento. Continuaba manteniendo los brazos cruzados sobre el pecho, presto a escuchar las palabras de su sobrino—. Éstos quieren explicaciones de lo que está ocurriendo. El agua y la comida no durarán más de un día y los nervios empiezan a fallar.
El jefe sonrió y apoyó un brazo robusto como rama de roble en el hombro del muchacho.
—Escucha, Eigil —dijo entonces—, ni siquiera yo sé dónde nos encontramos ni lo que nos ha pasado. Pero estoy seguro de que tenemos que llegar a algún sitio si seguimos remando. Es de lógica.
—Pero podemos caer en el Abismo —respondió el joven intentando no mostrar pánico en la voz. Una cosa era morir en combate y otra bien distinta era desaparecer sin rastro del Mundo hacia un destino desconocido del que su alma bien podría quedar apresada para siempre sin posibilidad de redimirse nunca ni ante los suyos ni ante sus dioses. Una idea que a los ojos de aquellos rudos hijos del Norte resultaba del todo insoportable.
—¡Maldita sea, Eigil! Yo nunca he creído en esas tonterías. Fíjate bien —el hombretón ofreció con la mano extendida a su sobrino la clara línea del horizonte—, ¿te das cuenta? ¿Ves algo especial?
El mozo negó moviendo la cabeza.
—El horizonte no es recto. Se curva un poco. Míralo bien. Si la Tierra se acabara en algún lugar se vería liso como el corte de un hacha y los barcos no desaparecerían detrás del mar —los ojos del jefe chispearon con cierta locura genial—. La Tierra me parece a mí que no debe de acabar nunca, y te aseguro que aún tienen que haber territorios desconocidos, repletos de riquezas esperando al audaz que se atreva a acercarse a ellos.
—Pero, tío, aunque llegáramos allí alguna vez, ¿cómo sabríamos el camino de vuelta si ahora no sabemos ni dónde estamos? —Preguntó Eigil, quien, por su juventud, desconocía el arte de guiarse por las estrellas, mientras que su tío había observado que las constelaciones no se parecían en nada a las que él estaba acostumbrado a seguir.

Placa que representa a Odín y sus cuervos.
Cogida de www.mythmaiden.com
—Los dioses saben lo que hacen y nos ayudarán. Ellos querrán que sus hijos vuelvan a su lugar de nacimiento antes que encontrar una muerte deshonrosa por hambre o sed.
—Hasta ahora, ni Thor ni Tyrr ni el propio Odín nos han escuchado. Pero quizá...
—¡Eigil! —Le atajó Hermund con fastidio—. Te he dicho mil veces que no debes nombrar nunca, nunca, nunca a ese nuevo Dios venido del Sur. Traerías la desgracia sobre nuestras cabezas. Tú eres hijo de Wotta y a él has de rendir culto.
El joven vio la ira reflejada en el encarnado rostro de su pariente. Por eso cambió de tema rápidamente:
—También está el Kraken. Algunos lo han visto, o por lo menos eso es lo que dicen...
El rictus del hombre varió y su frente se ensombreció mientras que las mejillas enjutas pasaron a adquirir un notable color blanco. Antes de contestar tuvo que tragar saliva:
—Tonterías —señaló con un hilo de voz—. El Kraken sólo ataca a los barcos que se han mostrado manifiestamente cobardes en el combate, y nosotros únicamente nos hemos perdido...
—Hay alguno que dice que tú has hecho perder el rumbo queriendo, por temor a llegar a Irlanda.
—¿Quién habla de esa manera? —Preguntó el jefe más con rabia que con curiosidad.
—Ése que se hace llamar Woden.
—¡Ja! Nunca debimos dejar que embarcara con nosotros a ese bastardo sajón embaucador. Supongo que no pisaremos tierra sin que le oigamos hablar de nuevo. Pero es también posible que él no acabe el viaje con la cabeza todavía sobre los hombros. hora vuelve a tu puesto. Quizá el viento comience a soplar antes de anochecer.
Pero el viento no llegó, ni en el crepúsculo ni con la aurora del nuevo día. A mitad de esa agotadora jornada el agua se había acabado. Ninguno de los islandeses se quejó; se limitaban a mover los remos marcando un ritmo interno, siguiendo el compás de sus corazones que les llamaba a no abandonar la lucha y seguir vivos un día más, una hora más, un segundo más. Pero el sajón al caer la tarde soltó la pala y se quedó de brazos caídos en su sitio. El jefe no perdió la oportunidad para desahogarse con él:
—¡Eh, Woden! ¿Quién te ha mandado parar? ¡Sigue remando, maldito seas, sajón hijo de una perra sin nombre!
El interpelado respondió en perfecto islandés, aunque cargado de acento:
—¡Hermund! ¡Todo esto es culpa tuya! Nosotros creíamos que nos dirigíamos a Irlanda, peri tú nos has mentido —los demás dejaron de remar también. Eigil estudiaba sus rostros con preocupación creciente—. Hábilmente te separaste de los otros barcos y en tu intento de regresar nos hemos perdido.
—Te advierto, Woden, que es mejor que mantengas tu sucia lengua sin moverse más dentro de la boca bien cerrada.
—Eres un cobarde, Hermund; tienes miedo a pelear. La vejez te ha debilitado y nos estás poniendo a todos en peligro: tu temor atraerá a ese Kraken vuestro contra nosotros —respondió el sajón, a pesar de que él no creía en la existencia de semejante monstruo marino, pero el hazar le brindaba una oportunidad única de hacerse con el mando de la nave y liderar su propia expedición a coste cero.
Aquello, de hecho, fue suficiente para que los demás guerreros murmuraran afirmando las palabras del extranjero. El jefe se llevó con disimulo la mano hasta su espada, escondida bajo la gruesa capa de piel que le cubría desde los hombros hasta casi los tobillos. Su joven sobrino, por su parte, también se levantó y tomó sus armas.
—¿Es que no lo veis? —Siguió diciendo Woden, dirigiéndose a los sedientos marineros—. No vamos a ninguna parte. Ni siquiera los dioses nos envían un buen viento. Es mejor variar de rumbo.
—¿Y a dónde irías, perro? —Le increpó el jefe con desprecio—. ¿Sabrías tú buscar un rumbo mejor?
—Es mejor dar la vuelta y regresar sobre nuestros pasos, quizá así encontremos el camino a casa.
—El sajón tiene razón —sentenció uno de los marineros más veteranos de nombre Snorry, apoyado con gestos afirmativos de cabeza por varios de sus compañeros—. Si volvemos es probable que salgamos de aquí de una vez.
—Ya veo lo buen marinos que sois todos —Hermund medía con la mirada a los que tenía delante, uno por uno—. Ni siquiera os habéis dado cuenta de que hemos navegado en círculos y ya no es posible dar con el camino de vuelta. Además, volver sobre nuestros pasos implica, como mínimo, los mismos días que ya llevamos navegando y el agua se nos ha agotado por completo.
Imagen de la Cruz del Sur, por la que se intentó
guiar el protagonista de esta historia.
Tomada de www.cielosur.com
El jefe no andaba muy desencaminado, ya que por la noche, cuando todos descansaban, el barco se había desplazado al libre albedrío de las mareas. Sin embargo, Hermund siempre había navegado con el sol a su izquierda, procurando moverse hacia el Norte. Con la llegada de las densas sombras el líder había intentado encontrar sin éxito la estrella Polar, pero se había fijado en un grupo de cinco soles que parecían indicar el Sur, por lo que siempre que podía intentaba dirigirse en dirección contraria. Aún así, la navegación había resultado especialmente caótica y en su fuero interno reconocía que estaba por completo perdido.
De todas formas, su media mentira tuvo el efecto deseado: soliviantar lo suficiente a Woden como para que éste le atacara. Si Hermund conseguía acabar con él los demás dejarían de escuchar sus emponzoñadas palabras para continuar bajo sus órdenes. Eso no resolvería la penosa situación del grupo, pero sí, al menos, el problema más perentorio. Ya habría tiempo de pensar en una solución para el resto.
—¡Lo sabías y no nos has dicho nada! ¡Realmente buscas nuestra perdición! —Woden tomó un hacha de guerra y avanzó hacia Hermund con los dientes prietos. El líder de la expedición tiró de la espada y aguardó a que el otro le alcanzara. Al mismo tiempo, un grupo de hombres se habían armado con sus lanzas, pero Eigil se interpuso entre ellos y su tío dispuesto a derramar la sangre de los de su raza su fuera necesario.
Antes de que se produjera el arrostramiento entre Hermund y Woden el barco se agitó violentamente haciendo que todos rodaran por el suelo. Los ojos se abrieron con terror. Incluso Hermund sintió la punzada del miedo. Continuaron sin moverse durante un instante, aunque no ocurrió nada más. Woden, entonces, se incorporó y atacó al jefe. De un solo golpe cortó la mano armada de su oponente y así lo dejó a su merced. Los demás se tiraron sobre Eigil y lo dejaron muerto sobre el entablado de cubierta, atravesado por numerosos venablos.
El jefe siguió la escena sin emitir queja alguna, pero dentro de él bullía un odio inmenso por aquella que había sido su tripulación. Hermund rezó a todos los dioses que él conocía, incluso al que prohibía a Eigil ni siquiera su mención, y les pedía venganza sobre esos hombres que tenía delante, especialmente contra Woden.
Los amotinados prefirieron no dar muerte a su antiguo líder, a pesar de que la opinión del sajón era bien diferente.
—Ya hemos causado suficiente dolor a Islandia por hoy —consideró Snorry—. No, es mejor abandonarlo en el mar y que los dioses decidan sobre su suerte. Hermund ya tiene suficiente castigo con una muerte sin honor.
Lo llevaron hasta el barco menor que se encontraba amarrado en la popa de la embarcación principal. Allí le dejaron con sus armas y el cuerpo de su sobrino. Después Hermund, el olvidado, los vio alejarse, mientras el cielo se oscurecía con nubarrones que anunciaban tormenta.
No transcurrió mucho tiempo antes de que el antiguo capitán del drakkar pudiera observar, con los cabellos erizados por el horror, cómo el barco de los amotinados era arrastrado a las profundidades del mar por dos gigantescos tentáculos que desaparecieron de inmediato junto con la nave. Ni un grito, ni un solo rastro de sus compañeros, por mucho que luego Hermund los buscara vagando por la zona donde se había producido el desastre. La última visión que había tenido de ellos fue el remolino formado por la rauda engullida, y cuyas ondas hicieron oscilar su barquicuelo durante unos instantes. Después, nada.
El Kraken había actuado por fin.
Algunas horas más tarde, con las primeras gotas de lluvia mojando su largo cabello y cuando todavía Hermund seguía cavilando sobre lo ocurrido, las aguas se oscurecieron rizándose con el viento que se había levantado. La pequeña vela se hinchó moviendo la nave con velocidad. Los ojos del veterano pirata adivinaron tierra en lontananza y hacia allí apuntó la quilla con un áspero grito surgido de su reseca garganta.


Representación de un "Architeuthis dux" (calamar gigante) atacando a un cachalote. Tomada de laexuberanciadehades.wordpress.com.
Tan de lógica como que la Tierra no es una mesa con los bordes derrochando agua de los mares y océanos para regar las estrellas del Firmamento es que en esta entrada canten Los Nikis su llamativo Olaf el Vikingo (así no tengo que traducir la letra).


Y también este instrumental de los Mighty Vikings, titulado "Mitzle's Ska".