miércoles, 28 de marzo de 2012

La Rosa Negra (capítulo IV)


Bonito contraste entre el gris, el negro y los mínimos apuntes de color

                                                                          Capítulo IV. Escamas en el juego.
Alveric viajaba tan sólo como quien vuelve en su memoria a escenas de tiempos recordados, pero en lugar de en escenas de tiempos pasados, se encontraba en un lugar del que todo embeleso había huido.
Lord Dunsany. La hija del Rey del País de los Elfos.

El chasquido seco de la piedra le despertó súbitamente del soporífero sortilegio en el que se hallaba sumido. La roca sobre la que descansaba se había partido en cientos de agudas lascas y Cunneda se encontró despatarrado en el suelo con una fea herida en el codo. Todavía adormilado, miró cómo su sangre manaba con soltura, fijando una hipnótica cadencia oculta que atraía su atención, hasta que casi entró en trance.
-¡Venga ya, hombre! -Gritó riendo entre enfadado y alegre-. ¿Y para esta tontería hacía falta un sueño tan largo y pesado?
El motivo de su euforia  fue que creía haber descifrado el enigma para tomar un camino sin perderse basándose en una simple combinación de números rítmicamente repetidos, a raíz de los presagios que los magnánimos dioses, o quien quiera que fuese, le habían expuesto poco antes.
Recordó que a su izquierda -hacia donde dirigió la mirada- había visto tres hojas de roble, mientras que a la derecha -volvió el rostro hacia allí- al principio estaban seis cuervos, sustituidos luego por nueve zorros. En su opinión, eso sólo podía significar que antes de torcer en cualquier bifurcación debía previamente dejar atrás dos senderos a siniestra y en el tercero girar. Lo mismo luego, pero a su diestra, tras haber pasado ante cinco caminos primero y por otros ocho justo después. La dirección de la fuga del pequeño roedor le indicaba por dónde debía de empezar y el muchacho, convencido de que así saldría de allí o acabaría, por lo menos, llegando a alguna parte, siguió las huellas dejadas por las bestias aplastando con sus pies descalzos una multitud de hongos diminutos.
Las sombras a su espalda devoraban en silencio el trayecto ya recorrido.
En su avance, Cunneda pudo comprobar que el complicado laberinto no era en absoluto plano, sino que su creador había sabido aprovechar al máximo los accidentes naturales del terreno para hacerlo más intrincado si cabía. Elevadas colinas, barrancos que le obligaban a retroceder y desviarse, espesas junglas que había que bordear con interminables rodeos, ríos que se cruzaban múltiples veces en su ruta... Pese a ello, el joven guerrero siempre lograba dar con el itinerario adecuado gracias al códico que él suponía era el más idóneo para conseguir su meta.
De repente, se abrió paso en una extensa zona donde no existía vegetación alguna. La tierra, de un rojizo intenso, aparecía cuarteada por el padecimiento de lo que aparentaba ser una sequía eterna y la temperatura alcanzaba cotas que llegaban a ser sofocantes. En aquel desierto muerto no se podía distinguir ningún sendero claro, pero a lo lejos vislumbró una especie de empinada y fina torreta rematada en una ancha plataforma que mantenía un difícil equilibrio en su parte más elevada. Con sólo pensarlo, Cunneda se desplazó a una velocidad de vértigo hasta la base misma de la torre.
"¡Qué maravilla!", exclamó internamente, atónito aún por la experiencia de viajar con el deseo pensado. Miró luego hacia lo alto y calculó que la columna, hecha de mero barro, tendría aproximadamente veinte veces su altura, y eso que él presumía de ser uno de los que más talla tenía entre los de su tribu.
¡Es increíble! Sin saberlo envié en su día (hace mucho tiempo) a Cunneda a pasearse por el Valle de la Luna, en Argentina, un precioso lugar que espero conocer algún día. Imagen de blog.argentravel.es.

"A que si la toco se deshace", pensó socarrón, y cuando ya estaba cambiando de postura para alargar el brazo oyó con sobresalto un crujido siniestro bajo sus pies. Había aplastado un hueso. Y el panorama que contempló en ese momento resultaba aterrador: cientos de esqueletos humanos, algunos todavía con restos de ropa ya ajada sobre sus costillas, yacían semienterrados y esparcidos caóticamente alrededor del arcilloso pilar. El gesto de la mano se congeló en el aire, al tiempo que sus desorbitados ojos rastrearon agitados las cercanías en busca de la fuente del peligro.
Primero fue un siseo casi imperceptible. Y luego un ronco gruñido procedente de la plataforma elevada le alertó del todo. Presa de un pánico indecible, se alejó varias decenas de metros haciendo uso de su recién estrenada habilidad.
Allí arriba estaba. Terrible en su grandeza y sobrecogedor en su latente poder. El gran Dragón Negro desperezó sus chirriantes alas membranosas y, tras volverlas a plegar adaptándolas de nuevo a su voluminoso lomo, se quedó quieto fijando en él, a pesar de la distancia, los dorados iris de sus globos oculares. Parecía sonreír y todo.
Cunneda, incapaz siquiera de articular el menor sonido, aguardó en su admitida impotencia (incluso esperó casi de manera voluntaria) a que el monstruo remontara en cualquier momento el vuelo para destrozarle con sus fauces, porvistas en cada quijada de una triple hilera de sanísimos dientes.
"¡Pero muévete, pedazo de imbécil!", le impuso la voz interior al tembloroso muchacho, quien reaccionó de inmediato deseando encontrarse en los confines de aquella comarca desértica. Su cuerpo se transformó entonces en una estela borrosa, moviéndose a la misma velocidad que las ideas en la cabeza. Al cabo de unos minutos Cunneda frenó su frenética escapada para comprobar desolado la realidad de un temor que había estado rumiando durante todo el tiempo: seguía estando en el mismo punto de partida.
El Dragón Negro permanecía sobre su atalaya, con el enorme cuerpo escamoso relajado en toda su extensa longitud y la cornuda testa apoyada en el borde de la plataforma.
"En efecto. Es imposible huir de mí. Mis tierras son semejantes a la elipse del Universo; sin principio ni fin".
El bestial saurio se había comunicado con el joven sin emitir una sola palabra. El asombro de Cunneda no pudo, sin embargo, atenuar el profundo terror que embotaba sus sentidos.
"Verás, te lo voy a intentar explicar. Supongamos, como simple ejemplo, por supuesto, que intentaras salirte del espacio conocido desplazándote siempre recto, exactamente como tú has hecho ahora mismo. Pues bien, tus limitadas dimensiones no serían suficientes como para traspasar la línea imaginaria que demarca y distingue lo que es materia de la nada que la envuelve, y, por tanto, te moverías eternamente en la frontera del universo creyéndolo infinito... Bueno, ya veo que no sirve de nada intentar inculcar una pizca de conocimiento en esa pétrea mollera que tienes sobre el cuello. Seré claro y conciso: aunque en ésta mi magnitud espacial puedes deslizarte al antojo de un simple deseo, sabes muy bien que yo soy un maestro en este arte. Tarde o temprano acabaría atrapándote. ¿No es como para desesperarse?"
Y tanto que sí, pero no sólo por eso. ¿Qué era lo que le habían dicho allá en su poblado? ¿Que los dragones no existían? Pues, maldita sea, aquél que tenía delante era bastante real para ser una falacia. Tuvo ganas de llorar, gritar y patalear de rabia y miedo.  O sea, que le habían engañado desde que era un niño, cuando escuchaba boquiabierto al mor del fuego las historias que hablaban de aquellos codiciosos seres, capaces de matar sin vacilaciones a cualquiera que intentara robarles su tesoro; pero los cuentos solían acabar bien y el filé que los narraba afirmaba siempre al final que no había de qué asustarse, puesto que los dragones hacía ya años que habían desaparecido del mundo. Y ahora una de esas presuntas falsedades estaba a punto de devorarle.
"Valiente sarta de memeces -volvió a decirle el dragón sin abrir la boca-. Ni me dedico a comer la insulsa carne de aburridos héroes ni custodio ningún absurdo tesoro, y por cierto que existo y soy tan real como tú crees ser, al menos en lo que a este mundo concierne. Mi alimento es el miedo y mis únicas riquezas son este encantador reino devastado en el que pienso que sólo yo estoy verdaderamente interesado. ¿O acaso tú tienes la intención de destronarme?"
Inconcebible. Ese ser podía robarle impunemente sus pensamientos sondeando a su libre albedrío en la mente del muchacho. Cunneda intentó dejar las ideas en blanco, pero le fue imposible. A su cabeza acudieron en masa un sinfín de respuestas y nuevas preguntas, a cada una de las cuales el dragón refutaba mentalmente.
"¿Destronarlo? ¡Ja! ¿Y qué iba a hacer yo con este montón de piedras estériles? No soy tan estúpido como cree".
"Donde tú sólo ves un erial, yo puedo imaginarme un paisaje diferente a cada instante. Mi reino es tan variado como lo designe mi voluntad".
"Debe de ser poderoso en verdad".
"Tanto que el sol se pone y se levanta a mi capricho", contestó de inmediato la bestia oscura.
"¡Dioses! Tengo miedo; muchísimo miedo".
"¡Mmmm! Una verdadera delicia".
"Tiene que haber una manera de escaparse. Busca, busca, ¡busca!"
"Estás prisionero en una celda que no tiene topes, pero, si es de tu gusto, puedes intentarlo cuantas veces quieras".
"Es sabio; y viejo".
"Asistí a la formación del mundo en el tiempo en que todavía era un cuerpo estelar entre mis hermanas, las estrellas".
"Yo no debería estar aquí. Quiero irme".
El joven soltó un ligero gemido y, por un instante, los ojos de la milenaria sierpe chispearon con expresión de triunfo. Pero el efímero momento se disipó haciendo que el dragón recuperara su aspecto de hastiado maestro, gozándose en la saña de su siguiente respuesta.
"Pobrecita criatura indefensa. Tu querida mamá está muy, muy lejos y sus adoradas caricias ya no te alcanzan, ¿verdad, cariñín?"
El rostro de Cunneda se volvió sombrío.
"Bastardo sin padre, qué asco me llegas a dar".
"¡Bien, bien! Dulce de Odio; el más sutil y refinado postre para semejante banquete de pavor".
"Gusano cenagoso; voy a matarte aquí mismo".
"Así me gusta: ¡vitalidad! ¿Qué tal si me arrojas ese cuchillo y vemos los dos juntitos qué es lo que puede ocurrir después?"
El muchacho palpó la daga que llevaba colgada del cinturón haciéndose cargo de la inutilidad de su minúscula arma.
"¿A qué está jugando éste? ¿Por qué no acaba conmigo de una vez?"
"Porque no quiero tu vida, amigo mío, sino algo más sencillo y, te lo puedo asegurar, muchísimo menos doloroso de lo que tú crees".
"¿El qué?"
Éste bien podría ser el dragón aludido en este capítulo (si queréis conocer su nombre, lo siento, pero tenéis que ir al capítulo VII). Digujo recopilado de tmijoanot.blogspot.

La bestia se tomó su tiempo para contestar. Aquella inaudita conversación no había durado ni dos minutos, pero al impaciente joven, que se balanceaba inconsciente como un péndulo sobre ambos pies, se le antojó que habían transcurrido horas. El monstruo continuó en la misma postura sin apartar de él sus pupilas de fuego carentes de párpados, hasta que finalmente se decidió a responder.
"Deseo que me hables".
La petición pilló totalmente desprevenido a Cunneda, quien sacudió la melena dando un paso hacia atrás.
"¿Pues no es eso lo que hemos estado haciendo todo el rato?", preguntó sospechando que el pensamiento era la manera habitual del dragón para relacionarse.
"No. No me refiero a eso -se apresuró a explicar el saurio volador-. Lo que quiero es que me hables con palabras, utilizando tu voz. Aunque sólo sea dime cómo te llamas; así, al menos, sabré con quién estoy compartiendo tan agradables momentos".
El muchacho había dejado de sentir miedo, pero no por ello bajó la guardia. Entre otras cosas, las osamentas sembradas bajo la torre denotaban a las claras que allí había alguna amenaza acechando. Si bien el dragón no parecía ser la causa directa del peligro, debía de seguir siendo prudente.
"Si supieras el tiempo que hace que no oigo una voz, no me escatimarías tan implacablemente una simple palabra".
El titánico animal era tan diestro en el uso de la comunicación mental que Cunneda tuvo la impresión de que le estaban suplicando. El muchacho, sin embargo, negó con la cabeza.
"Si tanto añoras una conversación, ¿por qué no hablas tú primero?", sentenció con buen juicio.
El dragón, aún inmóvil, decidió cambiar de estrategia.
"Has venido en busca de fama, riquezas; lo sé. Yo te puedo ofrecer todo eso y mucho más. Poder, hembras, lo que quieras... A cambio de una palabra".
Frente a él comenzaron a materializarse de la nada un variado surtido de piedras y metales preciosos intensamente brillantes a la luz del sol que, en efecto, despertaron la codicia de Cunneda, pero éste logró contenerse y ni habló ni tocó nada.
"¡Vamos, chico! Éste es el mejor trato que te han hecho en toda tu corta vida. Sólo tienes que hablar".
Muy cierto. De hecho, si se había marchado del poblado fue justo para obtener todo lo que el dragón aseguraba que le podía dar.
 Pero fallaba algo, en lo que a Cunneda concernía. Quizá ese algo fuera la facilidad con que, a primera vista, iba a conseguir lo que él consideraba que era capaz de conferirle a su vida un sentido pleno. Su sueño, su máximo deseo, se centraba en que su gente le reconociera como el miembro más descollado de la tribu. Una ambición que podría parecer trivial en nuestros días, pero que antaño marcaba de manera brutal la diferencia entre ser un hombre o no ser nada; entre la libertad o la esclavitud; formar parte absoluta de la Historia o dejarse arrastrar por ella como una anónima partícula más del inconmensurable tejido humano que, incesantemente, va agramándose a lo largo del paso de las eras. Expresándolo de forma más cruda, Cunneda temía no poder cumplir en esta vida para disfrutar con pleno derecho del Más Allá sin perder su identidad en la muerte. Tal era su credo.
Ahora bien, ningún hombre que se preciara podía presentarse ante sus amistades sin una buena historia con que admirarles. Porque las riquezas que no fueran acompañadas de una fama obtenida con esfuerzo poseían un valor nulo, un significado absurdo a no ser que se las envolviera con un barniz de misterio que diera lugar, a su vez, a leyendas y habladurías. No; el muchacho se veía incapaz de explicarles a su padre y a sus camaradas que todo lo que poseía se lo había entregado un dragón. "¿Cómo que te lo ha dado?, ¿Pero es que no lo mataste?, ¿No has traído tampoco su cabeza?, ¿No tuviste que luchar contra la bestia?", suponía que le preguntarían incrédulos, y él, por su honor de persona libre, no tendría más remedio que decir la verdad: "únicamente tuve que darle mi nombre y fue suficiente".
Para la mayoría, el mero hecho de haber estado en presencia de un monstruo semejante le hubiera bastado para colmar con creces su cupo de aventuras; para Cunneda, tan insignificante capítulo le suponía más vergüenza que gloria. Era una simple cuestión de puntos de vista diferentes.
Otra imagen de la región donde habita el dragón.
Recogida de www.fondospaisajes.neteserticas.

Por otra parte, el joven no llegaba a entender que el dragón se conformara con que le hablaran, porque si la vida le había enseñado algo era que nadie daba tanto a cambio de tan poco. Eso hizo que prevaleciera, por tanto, la astucia sobre la codicia y el muchacho le contestó también mediante el pensamiento.
"Si puedes conocer siempre lo que hay dentro de mi cabeza es que entonces puedo hablar contigo a tu manera, ¿no es verdad? No es culpa mía que tú seas mudo, y si acaso estoy en lo cierto e parece que no vas a solucionar tu problema con sólo escuhar mi voz".
"¡Escoria insolente! -Rugió el vestiglo en silencio-. Tú sí que tendrás problemas si no haces lo que te digo. Te puedo reducir a polvo con un simple gesto. Podría hacer que ardieras por dentro sin morir durante una aternidad hasta que suplicaras clemencia. Conozco una infinitud de depurados métodos para hacerte sufrir lo inaguantable... Pero en tu mano está el evitar tan innecesarios tormentos, mi querido amigo".
Cunneda sabía de sobra que el dragón podía cumplir tranquilamente todas sus amenazas; lo sentía en cada una de las nuevamente aterradas fibras de su ser. No obstante, la anómala quietud de la bestia parecía contradecir sus bravatas.
"Qué cosa más extraña. Salvo por sus alas, cualquiera diría que el bicho éste está tallado en piedra -reflexionó antes de apostar el todo por el todo a su adiestrada intuición-. ¡Venga! ¡Vamos! Atácame si tienes lo que hay que tener".
No se produjo reacción de ningún tipo y el muchacho cerró los ojos con alivio manifiesto.
Cunneda se hallaba ante uno de los saurios más poderosos de la antigüedad y, aunque nadie debería de malgastar inútilmente su tiempo buscando una explicación a los arbitrarios motivos por los que actúa un dragón, aquél, en particular, se comportaba de tan sigular manera movido por un aburrimiento mortal, que le llevó a idear un ladino pasatiempo, con unas reglas tan estrictas que incluían la posibilidad de que él mismo pudiera perder la partida, como, de hecho, así había ocurrido.
El joven no supo en ningún momento que estaba participando de un macabro juego en el que el primero de los dos  que hubiera hablado habría pagado como prenda con su vida. Solamente había comprobado con acierto que unas cadenas invisibles limitaban las acciones del decadente monstruo -una de esas autoimpuestas normas-, y que si éste hubiera querido antes hacer uso de la fuerza, él ya estaría bien muerto.
Pero tampoco quiso tentar más a su suerte. Así que, lanzando de cuando en cuando rápidas miradas por encima del hombro, se volvió dando la sudorosa espalda al dragón y comenzó a alejarse de la torre.
Detrás dejó a un humillado animal, que exteriorizó su derrota con un estridente aullido de impotencia.


1 comentario:

  1. He de reconocer que la idea de que los dragones (y otros seres estudiados por la criptozoología o considerados mitológicos) sean cuerpos celestiales que cobraran forma para habitar en la Tierra no es para nada mía. Se la "robé" a un gran amigo al que echo muchísimo de menos y del que no sé nada desde que estaba haciendo la carrera en Pamplona. Se llama Juan Álvarez Sánchez de Movellán (cielos, creo que he metido algún apellido de más o me he liado), natural de Oviedo y quien elaboró una preciosa mitología de origen astur basada en los personajes ya existentes, pero con una cosmogonía original bien diferente. Me enorgullece decir que en mí plasmó a quien sería el equivalente de un ser luminoso al estilo de los elfos tolkienianos, que era todo un líder y referente a nivel mundial, llamado Odonwë (Odongüe, en plan castellanizado).
    Las cosas claras y el chocolatito espeso o volátil, depende.

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