miércoles, 20 de noviembre de 2013

Soledad

Que levante el dedo el que no se haya imaginado esta situación alguna vez.... ¡Venga, ya! ¡Tú! ¡El que no lo ha alzado!... ¡MENTIROSO!

El café es uno de los elementos que funcionan de anclaje perfecto con la realidad cada mañana, tras una noche en brazos de Morfeo o de quien cada cual buenamente haya podido. Imagen cogida de www.pilarjerico.

SOLEDAD

El pobrecito era plenamente consciente de su don y de su atroz realidad: "Soy el único ser humano que queda en este mundo; y sólo yo lo sé y me doy cuenta de ello".
Se lo tenía que repetir a diario, a pesar de que eso intensificaba aún más la propia sensación de soledad, pero es que esa letanía le servía, igualmente, para evitar que su cerebro cayera en la tentación de dejar de tener consciencia de su existencia. Eso le hacía creer tontamente que en cualquier momento podría llegar a desaparecer. Una cuestión terrible en sí misma, pero que, en sus circunstancias, tampoco le importaba mucho, porque para sentir vergüenza de algo —especialmente de pensamientos como ése— siempre se necesita de la presencia de los demás. Sin los "otros", las reglas básicas de la existencia cambian al no haber una convivencia directa y los efectos sobre la actitud personal pueden llegar a ser casi opuestos.
No obstante, y a pesar de ello, seguía rigiéndose por costumbres ya adquiridas a lo largo de su vida como parte de la gran masa humana anterior, y eso se reflejaba en su horario para las comidas (evidentemente, el español, y no el que se producía en el resto del orbe), que no había variado, así como en su vestimenta, que procuraba en todo momento seguir manteniendo pulcra y elegante —hay que reconocer que ahora vestía mucho mejor que antes—. En ambas cuestiones le resultaba en extremo sencillo, puesto que tan sólo tenía que acudir a las tiendas y abastecerse sin problemas y únicamente de aquello que realmente le satisficiera por dentro y por fuera; el dinero, como tal, había pasado a ser lo que realmente es: mero metal y papel sin valor, salvo para combustible o como contrapeso para algunas manualidades.
Ocurrió como siempre han narrado los más avispados que pueden suceder este tipo de fenómenos. Una buena mañana se despertó preocupado por el intenso silencio que reinaba a su alrededor. Nada de tráfico ni de sirenas, ni las malditas sopladoras mecánicas con que los ayuntamientos abastecen últimamente a los jardineros y basureros para acumular residuos antes de recogerlos con una barredora. Tuvo que afinar mucho el oído para percibir algún que otro trino de pájaro y un ladrido de perro en la lejanía, y eso, por unos momentos, le devolvió a la matutina cotidianidad. Pero tras la ducha, y mientras sorbía su bebida bien cargada de cafeína, esa mínima especie de sosegado conticinio, ese manto de silencio que a veces se produce en las consultas de médicos privadas y que inducen a un dulce sopor indolente, volvió a asaltarlo con intensidad.
Y el pecho le dolió con un pinchazo anticipándose al pánico de lo que estaba sospechando.
Miró por la ventana y el vacío de las calles le hizo rememorar muchas mañanas de Domingo tras una madrugada entera de insufrible insomnio. Pero ese día era Martes, y las aceras deberían de estar bullendo de personas con y sin rumbo fijo, mientras que apenas sí se tendría que poder ver un milímetro libre de asfalto bajo millares de vehículos de varias ruedas provocando un estruendo atroz.
Por contra, casi tenía la oportunidad de escuchar la caída de una pluma, la respiración de una mosca, el pestañeo de sus ojos, las conversaciones de los difuntos o el nacimiento de una idea en el interior de su cabeza. Tal era la ausencia de ruido en su entorno. Así que decidió salir al exterior, armado con una navaja suiza y un martillo al que se le caía de continuo el cabezal.

Magnífica imagen del Vial Norte en Córdoba de Ángel Roldán Serrano, en la que
no se aprecia ni un alma. Evidentemente es porque está tomada en plena canícula vespertina de agosto...
Sus pasos en la escalera eran un auténtico ultraje a la paz templaria que reinaba en casi toda la Tierra y cuando abrió la puerta sintió que el aire estaba ya menos viciado que el día anterior. Evitó por todos los medios acelerar el paso, a pesar de que su instinto le pedía a gritos que saliera a la carrera huyendo de algún peligro invisible y desconocido; siempre a su espalda erizándole la nuca; siempre al acecho.
No hacía sol, pero tampoco frío, lo que en Córdoba equivalía a decir que era un día común de Octubre, y cuando llegó a la altura del barroco Palacio de La Merced desde su Huerta de San Rafael natal se convenció de que algo muy raro estaba ocurriendo. Una inmensa multitud de palomas había tomado literalmente el Parque de Colón y en las aceras se paseaban sin temor las ratas, como si supieran que era mucho más seguro deambular a sus anchas por la superficie al sentirse menos vulnerables que antes.
Así, pensó en que en muy poco tiempo las ya abundantes colonias de mirlos que habían ocupado barriadas enteras de la ciudad tomarían todo el territorio de la capital.
Pero fue incapaz de ver a ningún semejante.
Se negó a ir más allá de la Plaza de Las Tendillas, a la que había accedido por la calle Osario, porque estaba por completo convencido de que era el único cordobés en pie que quedaba. Sólo faltaba por comprobar si en el resto del país ocurría otro tanto.
Un mirlo, cogido de www.miradanatural.es
Podría haber utilizado el teléfono móvil, pero prefirió volver sobre el camino recorrido, porque el ambiente de la calle le estaba poniendo francamente nervioso. Sentía náuseas y vértigo por la idea que le carcomía por dentro hasta provocar que le faltara literalmente el aire y en su cabeza se formaron a la vez un millar de interrogantes que volaban veloces a su alrededor para evitar ser alcanzados por una respuesta. Hizo varias llamadas al azar, primero a sus familiares más directos y a los conocidos más allegados, y luego a empresas y entidades públicas, a los diferentes cuerpos de Policía, a los bomberos y al 112. Pero no obtuvo respuesta, aunque sí había señal. Encendió la radio y el sonido era el zumbido del blanco; hizo otro tanto con la televisión y no logró captar nada, únicamente luz intermitente. Por fin, con toda la calma del mundo, y sin saber muy bien la razón, puso una canción en vinilo —I've got mine, de los Small Faces—, sólo para comprobar que había cosas que seguían funcionando, y eso le tranquilizó en menor medida. Al menos, había electricidad, gas y también agua. Lo que no sabía era hasta cuándo podría contar con esos lujos.
Tras comprobar que parecía ser el último español en territorio ibérico, repitió la operación con números fuera del país. Francia no contestó. Tampoco Italia. Los portugueses también se habían esfumado y en Marruecos la señal se cortaba tras el primer pitido telefónico. Había que ir más allá. El continente americano era una tumba; desde África subsahariana nadie se dignó a descolgar y en el Lejano Oriente ocurría exactamente lo mismo.
Se dejó caer pesadamente en el sofá. Un cordobés tenía el dudoso honor de ser el último ser humano del planeta y esa falsa responsabilidad le abrumaba.
Es extraño lo rápido que se adapta el ser humano a las circunstancias. A cualquier circunstancia. Al tercer día ya no le dolía la cabeza pensando en su angustiosa soledad y había dejado de sentir esas intensas ganas de llorar que le asaltaban de repente varias veces al día. Finalmente, empezó a pensar en una supervivencia real, al margen de su antiguo trabajo, totalmente inútil en su actualidad. Para nada le sirve a un periodista vivir la noticia más interesante de la Historia si no tiene a nadie a quien contársela, y ése era exactamente su caso.
Lo primero que hizo fue acumular comida imperecedera. Y bebida. En breve tendría que competir directamente con el resto de seres vivos de la ciudad para acceder a los alimentos y él se sentía en franca desventaja al ser uno frente a los grupos que podrían llegar a convertirse en manadas. Su peor pesadilla era enfrentarse a varias ratas grandes como gatos que hubieran aunado voluntades en pro de una meta común. Sus dientes y uñas y su inteligencia causaban pavor. Pero también estaban los perros —ahora abandonados a cientos— uniéndose en peligrosas jaurías más agresivas que las de sus pariente lupinos en las sierras.
Así que también se armó. Acumuló todo un arsenal en el garaje de su casa y siempre tenía a mano algo con lo que defenderse. No obstante, no atacaba si no era agredido previamente y en esos primeros días todos los animales le rehuían con respeto.
Eso le llevó a pensar en la fauna encerrada en el zoológico. Estarían histéricos, famélicos, con miedo. Lo comprobó a plena luz del día. En cuanto lo vieron a través de los gruesos cristales transparentes las reacciones fueron las mismas: el estruendo era ensordecedor y sonaba a súplica. Pero no se arriesgó en exceso. Primero liberó a los herbívoros, y con mucha cautela. Por lo general, se marchaban corriendo en cuanto veían la oportunidad. Otra cosa bien diferente es dónde iban a terminar. Lo más probable es que se marcharan de la ciudad al campo abierto, pero en eso no tenía la seguridad completa.
Con los depredadores se lo pensó mucho más, porque pasarían a ser potenciales rivales suyos o, incluso, podrían acecharle a él mismo para cazarle. Así que, finalmente, los liberó por partes y vigilando con más detalle sus pasos usando unos prismáticos. Primero, los lobos ibéricos y los linces boreales, que no dieron ningún problema perdiéndose de vista de inmediato en dirección al norte. Con el jaguar y el tigre de Bengala llevó a cabo la misma operación, aunque en momentos diferentes: les dejó abierta la puerta por donde sus cuidadores solían alimentarlos, y ambos se comportaron exactamente igual. Con una prudencia exquisita, los grandes felinos tardaron en asomar la cabeza y luego, con unos pocos y poderosos saltos —el jaguar usando los árboles— desaparecieron de la vista.
Probó lo mismo con la elefanta (bautizada como Flavia), y los hipopótamos, pero todos ellos, la primera sobre todo por la edad, no quisieron salir del recinto del zoológico. Al contrario que los primates y las aves, las cebras, el oso pardo, los venados y el jabalí. Y cuando todo quedó vacío, fue a visitar a Zahiro y Elsa, la pareja de leones.
Por un momento, al acercarse a su jaula, notó que la vista se le nublaba en círculos concéntricos de niebla negra y lo achacó al subidón de adrenalina (que era otra manera de denominar al miedo cerval) que le provocaba lo que estaba a punto de hacer. Tras recuperar en parte la visión, se forzó a tranquilizarse y se convenció de que aquellos animales llevaban demasiado tiempo encerrados como para que supusieran un peligro similar al de un león de la sabana africana. Y, extrañamente, se relajó casi hasta la imprudencia creyéndose por completo invulnerable.
Cabeza de leona, cogida de blogs.laverdad.es.
Ambos animales estaban en compartimentos separados, así que primero abrió la puerta de la hembra y sin esperar a nada más dejó el paso libre también al macho. Cuando se volvió se encontró cara a cara con la leona que se le arrostró con los dientes desnudos y rugiendo como una posesa. Lejos de alarmarse, levantó su arma y apuntó despacio a la cabeza del felino para luego ir acercándose a ella para amilanarla. Lo consiguió con un fuerte grito que obligó a la leona a darse la vuelta y huir hacia la zona donde estaban los lobos y segundos después a su lado, muy cerca, pasó el león detrás de su pareja sin hacer caso al humano que le había concedido la libertad.
Cuando finalmente se dio cuenta de la estupidez que había cometido se le aflojaron las piernas y se derrumbó sobre el empedrado del suelo para recuperarse del susto. Luego, agotado por el esfuerzo y la tensión, se marchó a su casa con sumo cuidado y procurando atrincherarse cuanto antes en el coche en el que había llegado hasta el zoológico.
Lo que él no sabía era que tanto la pérdida de visión momentánea como la euforia que alteró toda noción de peligro se lo produjo el exceso de oxígeno que empezaba a acumularse en la atmósfera. La ausencia de casi 7.000 millones de seres humanos que de un día para otro habían dejado de respirar, así como de millones de vehículos de motor que se silenciaron de golpe, generó tal pureza en el aire que se le hizo insoportable en su cuerpo naturalmente acostumbrado a la polución. Pero no fue hasta más adelante cuando de verdad se dio cuenta de ello. Vomitó sangre y el aire abrasó sus pulmones, así que a partir de entonces se protegió la boca con una mascarilla, lo que le permitió generar la suficiente cantidad de anhídrido carbónico como para mantener los niveles de supervivencia en el límite de lo permitido. Pero eso le debilitó para los restos. Por ello fue en busca de un aliado. No en balde, los animales con los que se cruzaba cada vez le tenían menos miedo y algunos, incluso, le llegaron a acechar como a una potencial presa.
Desde que el resto del mundo se había disipado, no podía evitar pensar en la película "Soy leyenda", donde el actor Will Smith se hacía acompañar de un pastor alemán (un elemento que en la novela de Richard Matheson no aparecía, pero que en el celuloide era bastante efectivo) para ir a cazar vampiros mientras el sol brillaba en lo alto. Se daban evidentes paralelismos entre ambos, así que su ilusión y su necesidad era contar con un perro similar en su compañía, y salió a la calle a buscarlo.
Antes del episodio del zoológico, se movía por las calles libremente a lomos de una Vespa 125 S de 1960 (justo después de estrenar una Vita 125, que terminó abandonando, porque no le gustaban los arranques eléctricos). La había encontrado en un garaje sola y abandonada, llamándole con su irresistible voz y su estilizado cuerpo blanco de avispa metálica, así que no se hizo de rogar y la terminó arrancando con soltura para llevársela. Finalmente, la adornó a su gusto y la adoptó como vehículo habitual. Al fin y al cabo, Córdoba es una ciudad pensada más para motos que para coches.
Pero tras la suelta de determinados animales peligrosos que podían no haber salido de la casco urbano, se apropió de un Mini Morris de color azul con líneas blancas de 1961, al que su dueño anterior había acoplado sabiamente un buen aparato de música, tanto para CDs como para cintas de cassette. Y con él se desplazó escupiendo canciones negras a todo volumen por las ventanas abiertas a través de unas vías que ya comenzaban a mostrar señales de deterioro por deserción: la tierra arrastrada por el viento se había asentado sobre las grietas del asfalto y algunas plantas comenzaban a brotar con ahínco. Ésas en concreto no sobrevivirían, pero abrirían el camino a otras tantas que empezarían a agrietar con la fuerza de la paciencia y de la presión constante la piedra bajo el polvo y poder acceder así a la tierra viva y oscura donde hundir profundamente sus raíces.

Imagen de una ciudad tomada por la vegetación en un mundo sin humanos, cogida de Taringa.net

No sabía el tiempo en que la vegetación cubriría Córdoba y la haría desaparecer bajo un denso manto verde, pero calculó que él no lo vería en vida. Eso le hizo pensar en la ironía de monumentos y espacios como la Mezquita o la ciudad palatina de Medina Azahara, que se habían mantenido en el tiempo merced al cuidado y al mimo humano y que ahora, sin su mano atenta, también se perderían para siempre. Frente a eso, la Naturaleza se hacía cada vez más fuerte modificando a toda prisa el entorno hacia un estado bastante anterior a la presencia de personas en el mundo.
Y todas esas cuestiones, con las que se sentía realmente pequeño ante la grandeza del transcurso temporal y del propio Universo, le llevó a raparse la cabeza. Eso, y el tener que combatir constantemente con pequeños parásitos que se alojaban en su antes pulcro cabello y que le provocaban una irritación perenne. Se trataba también de una mera cuestión práctica y de higiene.
Así que salió en busca de su compañero. El verano cordobés estaba en pleno apogeo y el calor literalmente ahogaba la garganta, por la que parecía transitar polvo seco y arena rasposa. Pero esa jornada en concreto se notaba demasiada energía en el ambiente; olía a ozono y eso era señal inequívoca de tormenta por venir. Densos nubarrones descendieron desde la Sierra a pocos metros del suelo y cuando entraron en la hondonada del valle descargaron lo que llevaban en su interior. Pero no era agua, sino un imponente aparato eléctrico que estalló en todo su esplendor ensombreciendo el día. De repente, se produjo una intensa explosión de luz en la zona Oeste de la ciudad y el humo señaló a las claras la presencia de un incendio. Y no era pequeño.
Se encaminó hacia allí y al llegar a la altura de lo que era el Jardín de Elena Fortún contempló toda esa zona verde ardiendo con una corona de fuego flotante sobre su cabeza. La alta acumulación de oxígeno prendió con la primera chispa celestial que besó el gas y las llamas crecieron alimentadas por el abundante combustible almacenado sobre ese punto. No tardó mucho en ocurrir lo mismo en otras zonas de la capital, como el parque Cruz Conde (codo con codo con el Zoológico y próximo al Hospital Reina Sofía), el monumento natural de los Sotos de la Albolafia o el mismísimo parque circular de Colón, que está rodeado de edificios elevados, con lo que se podría producir allí el efecto de olla a presión.
Enfiló el coche en esa dirección, más por curiosidad que por interés de evitar una posible catástrofe que estaría más allá de sus posibilidades. Y lo hizo rezando para que las llamas no se extendieran por la ciudad, como ocurrió en la Antigüedad con Roma, con Londres en pleno siglo XVIII o en Boston ya a finales del XIX. Pero en su memoria tenía muy reciente un hecho que le había acontecido durante la Navidad de ese mismo año: su primer y único accidente de tráfico. La inmensa cantidad de hojas caídas de los árboles, y que ya nadie recogía desde hacía meses, se alió peligrosamente con las copiosas lluvias y el asfalto se convirtió en una deslizante pista que arrastró su vehículo durante más de 30 metros a alta velocidad antes de aplastarse contra una farola y una marquesina del autobús urbano.
Se imaginó lo que le hubiera sucedido sin en vez de un coche hubiera estado conduciendo una moto, como era lo habitual, que manejaba sin casco para poder llevar sombrero. Habría muerto irremediablemente o se hubiera partido más de la mitad de los huesos, lo que desembocaría igualmente en la muerte sin nadie que sanarle a su lado. De aquella ocasión salió casi indemne, tan sólo un doloroso hombro dislocado y múltiples magulladuras, amén de dos dientes partidos y la torcedura de un tobillo, pero le bastó para ser más prudente para el resto de su existencia en el mundo. Por eso, cuando marchó hacia Colón no lo hizo con prisas, y cuando llegó pudo ver que el incendio había alcanzado a los dos colegios que rodean al parque y que ardían como teas preñadas de brea.
Pero el fuego no saltó a los edificios vecinos, salvo al muy barroco y colorido Palacio de La Merced, donde dicen las crónicas colombinas que el navegante genovés expuso sus teorías esféricas a Isabel I de Castilla y de nuevo prendió en el techo de la iglesia, plagado de raquíticos jaramagos, para que el templo volviera en ennegrecerse por los siglos de los siglos.
Diana Cazadora, de Julio Romero de Torres.
Cogido de http://epiyteounabuenadegalgos.blogspot.com.es
Con la boca abierta por el dantesco espectáculo, percibió por el rabillo del ojo un leve movimiento junto al aparcamiento del monumento y el corazón le dio un vuelco. Era un galgo joven, más flaco de lo que habitualmente es ya de por sí su raza, de color gris atigrado y con una trufa blanca en la punta del morro, justo antes de la nariz. No era tan raro el galgo en una ciudad como pudiera parecer, y ya muchos urbanitas habían salvado a más de uno de la muerte por abandono, hambre o ahorcamiento transformándolos en animales de compañía fuera de su ambiente natural, que era la Campiña. No en balde, a este animal lo había cordobizado por completo Julio Romero de Torres en su obra cargada de simbolismo de ultratumba; y el galgo se hizo uno con Córdoba paseando su estilizado perfil sobre el duro empedrado de calles como Osario, Armas o Lineros.
Ambos se midieron durante un tiempo largo con la mirada —justo antes de que la gasolinera ubicada en la otra punta del parque estallara envuelta en una horrenda bola de fuego ardiente— y el perro, finalmente, bajó la cabeza y se aproximó a él, huyendo de las llamas a su espalda, pero también llamado por la curiosidad hacia aquel ser humano que no se movía por temor a intimidarle. Y el flechazo fue inmediato. No era un pastor alemán, pero era compañía al fin y al cabo, y los dos acabaron adoptándose mutuamente.
Lo cuidó, lo mimó y lo protegió, contra todos y contra todo, hasta que creció en cuerpo y mente y se transformó en el mejor de los escuderos para tan solitario caballero de la ciudad califal.
Durante los siguientes dos años se llegaron a conocer tan a fondo que no les hacía falta hablar para entenderse. El perro se anticipaba al menor de sus deseos, pero también es verdad que gracias a él volvió a escuchar su voz de nuevo en largos monólogos, con y sin sentido, después de meses en los que únicamente cantó, gritó de rabia y aburrimiento y se respondía a sí mismo con monosílabos a preguntas mentales.
"Mancha", que así se llamaba, le acompañó a todas partes. Era literalmente su sombra y con él evitó más de un desagradable encontronazo con bandas de cánidos asalvajados, además de llevarle directamente a alguna pieza cazable para contar con algo de carne fresca que consumir.
En una de esas ocasiones, quedó paralizado por lo que creyó era el llanto de un niño. Le llegó nítido, transportado por un viento que apenas sí cargaba con cualquier otro sonido dentro de aquel espeso sigilo que envolvía a la ciudad. Y el perro también pareció captarlo al detenerse de golpe con las orejas pendientes y los ojillos nerviosos.
A él se le erizaron los pelos de la nuca y el vello de los brazos. Por un momento temió la existencia de "otros" seres, además de los humanos que habían desaparecido, y que ahora, con tanto espacio libre que recorrer, dejaban de ocultarse ante la vista indiscreta de la gente. A la mente le vinieron de golpe términos ambiguos y peligrosos como "vampiros", "espectros", "trasgos", "duendes", seres antropófagos, "infectados" con todo tipo de virus deshumanizadores y demás monstruos derivados de la última mitología popular que proliferaron de la mano del séptimo arte, la radio, la televisión e Internet. Pero la luz solar disipó en breve sus miedos de acabar devorado vivo —y con dolor— por algún tipo de ente sin nombre de poderosas mandíbulas y se centró en otra posibilidad más real: Quizá todavía hubiera personas a las que localizar, a pesar del tiempo transcurrido.
No sabía si eso le aliviaba o, por el contrario, prefería continuar inmerso en su nuevo estatus, en el que toda responsabilidad relacionada con el trato social se había volatilizado, proporcionándole una intenta sensación de libertad a la que se aferraba como una lapa. No tener que demostrar a nadie su nivel de inteligencia de forma constante en conversaciones, gestos o miradas; detenerse a miccionar o defecar allí donde la naturaleza le llamaba, incluso en plena calle; bailar sin rendir cuentas a nadie y por completo desinhibido en cualquier rincón donde le asaltara una canción que le hinchiera el corazón; o no estar atado sentimentalmente a persona, estado o ideología política alguna prácticamente le equiparaba a los héroes de la Edad de Oro o a algunos dioses de la Antigüedad.
Con estos lentos pensamientos, casi sin darse cuenta, llegó hasta el lugar donde creyó que procedía el fantasmagórico sollozo: Una guardería en la Avenida de Los Piconeros por completo vacía del menor síntoma de vida, pero sí repleta de juegos infantiles que le llenaron de melancolía.
No fue la única experiencia similar que tuvo y que empezó a calificar como "espejismos" por la inutilidad de sus pesquisas por conocer su origen. Eran siempre voces, unas veces varoniles, otras femeninas, alguna que otra neutra, muy distanciadas en el tiempo unas de otras y en puntos muy dispares y alejados de la ciudad. Y esos nítidos ecos de una Humanidad perdida le pillaban siempre desprevenido y con el acto reflejo de mirar de inmediato al perro, que reaccionaba todas las veces de la misma manera, así que pensó que no era algo que únicamente estuviera viviendo él.
En los albores de tan peculiar fenómeno, eso mismo le ocurrió un mes después mientras miraba en el interior de una conocida franquicia de ropa ubicada en José Cruz Conde para abastecerse durante los próximos meses. También, transcurrido aproximadamente el mismo plazo, en la Plaza de las Tres Culturas, justo antes de entrar en la estación del AVE para asaltar por enésima vez la cafetería y un establecimiento de delicatessen locales que eran su tentadora perdición.
Una tercera ocasión, algo más próxima a la anterior, tuvo lugar mientras realizaba una pintada con spray rojo y azul en una pared blanca adosada a la plaza de toros de la Avenida Gran Vía Parque; era un mensaje dirigido a sí mismo que decía simplemente: "Que tengas un buen día". En el interior del propio Hospital en otra ocasión escuchó cómo caía al suelo con estrépito una bandeja metálica con instrumental quirúrgico, e inmediatamente después el ruido de unos pasos veloces que escapaban del estruendo causado; vio los instrumentos esparcidos por el suelo y algunos de ellos, como botes para tomar muestras, aún en movimiento, pero ni sombra del culpable. Y luego dos veces más muy seguidas en Cerro Muriano y en el Sector Sur, en una de sus múltiples visitas relámpago por si efectivamente se terminaba encontrando con alguien más para compartir esta extraña desventura (además de buscar nuevos elementos para su colección de muñecos en miniatura, porque esas manías tan encepadas en la sangre no se pierden nunca; ni siquiera con el Final de los Tiempos a la vuelta de la esquina).
Eran palabras, nombres, suspiros, quejas y lamentos. Se pronunciaban como si se filtraran a través de una estrecha y estirable tela de araña, pero cuando por fin cruzaban esa sutil barrera le llegaban perfectamente comprensibles y sin distorsiones al oído.
Más tarde, cuando la situación se generalizó y comenzó a manifestarse casi a diario, le dio la sensación de que le estuvieran hablando a su lado y el perro gimoteaba con pánico mientras se empezaba a mover nervioso a su alrededor con el rabo entre las piernas. Una reacción realmente preocupante en un animal que se había enfrentado sin pensárselo dos veces a congéneres el doble de su tamaño y a roedores que puestos de pie sobre sus cuartos traseros semejaban a diablos de Tasmania, con mandíbulas casi igual de temibles, porque las alcantarillas del Califato siempre han guardado secretos que eran mejor mantener ocultos en el tiempo. O eso, al menos, le había comentado un agente de policía que formaba parte de la Unidad de Subsuelo con muchos años de servicio a su espalda.
Visión oscura y de estilo goyesco del interior de una alcantarilla. Cogida de http://www.taringa.net
Y por fin ocurrió.
Vio el cuerpo de un hombre tumbado en el suelo de una tienda dirigida por orientales de la Avenida de Almogávares. Lo descubrió con un leve aullido "Mancha", y la sorpresa dejó a ambos paralizados. En una situación de normalidad habría corrido a socorrer a su semejante, pero nada era normal desde hacía años, y la reaparición de otra persona, y en esas circunstancias, le pilló algo oxidado en materia de humanidad y falto por completo de reflejos en primeros auxilios. En cualquier caso, estaba muerto. Mostraba signos de enfermedad, desnutrición y deshidratación y vestía con harapos andrajosos. En sus piernas y en el brazo izquierdo había mordeduras de roedores. Pero su rostro estaba sereno por completo. Lo sacó de allí y lo enterró en el cementerio de San Rafael, en uno de los nichos que se quedaron abiertos desde que había dejado de haber gente. No dijo nada, pero llenó de flores frescas (abundaban por toda la ciudad) la pequeña puerta de su tumba que estaba a ras del suelo.
Los siguientes días anduvo ansioso y con la mente dispersa. Con la cabeza plagada de agudas y dolorosas interrogantes, acompañadas de una frustrante y marcada ausencia de respuestas. Se despreocupó del perro y le obviaba cada vez que el galgo buscaba la atención de su compañero y amigo, que no amo. Así anduvo hasta que un día gris y lluvioso, por falta de atención mientras contemplaba el increíble ejemplar de pino de más de 26 metros de altura que señoreaba la calle a su derecha, cayó en una boca de alcantarilla abierta, aunque camuflada de forma natural por ramas y hojas, bolsas de basura, periódicos y otros desechos, justo en mitad de la intersección de las calles Laurel y Nogal. Se partió un tobillo cuando chocó contra el suelo del túnel subterráneo y gritó tan alto que su voz rebotó en las paredes de su nueva celda multiplicando el efecto dramático. Arriba "Mancha" se asomaba al interior gimoteando y dando vueltas y de repente miró a su espalda con las orejas y salió corriendo ante la desesperación del herido, que apenas podía moverse y que guiñaba los ojos mirando al cielo mientras las gotas de lluvia le besaban la frente.
Solo en la soledad. Así se sintió en ese momento. Abandonado, tras haber estado total y profundamente dependiente de una amistad incondicional como la que le había mostrado el perro en todo momento. Pero se rehízo, como siempre, y hurgó en su macuto para localizar una linterna que formaba parte de su equipo habitual de rastreo e investigación.
El haz de luz cayó de lleno sobre otro cuerpo que yacía a su lado, en esta ocasión por completo devorado por las ratas y sin apenas carne pegada a los huesos. Probablemente había sido esa persona la que en su día levantó la tapa de la alcantarilla para meterse dentro, quizá buscando algo de valor para ella o huyendo de algo. De nuevo se le erizaron los pelos de todo el cuerpo con un escalofrío. No sólo por la muerte terrible a la que tuvo que hacer frente ese desgraciado o esa desgraciada —porque el sexo era imposible identificarlo a ojos de un profano y la ropa era muy ambigua—, sino también por el mero hecho de que el resto de sus congéneres estuvieran reapareciendo a cuentagotas y en un no muy buen estado de salud, precisamente.
Otra cuestión que le inquietaba sobremanera era que los "otros" estaban llevando a cabo actividades diarias —algunas muy próximas a su residencia, como la que en ese instante tenía delante de sus narices— que él no podía detectar, salvo por los ecos. Era como si todos y cada uno de ellos hubieran pasado a vivir en una dimensión diferente que, de cuando en cuando, se cruzaran y solaparan durante algunos instantes dando lugar a inquietantes coincidencias. Una serie de infinitas dimensiones que se desplazaban formando elipses en paralelo en el tiempo, aunque no en el espacio, y que dejaban "pasajeros" en cada cruce. Si esa absurda ocurrencia fuera real, ya había, al menos, dos de esos espacios dimensionales que se habían quedado sin "inquilino".
Se encontró sonriendo ante esos pensamientos. Pero su sonrisa no era de burla, sino de epifánica comprensión. De entendimiento mental, de saberse alguien con cierta capacidad intelectual para afrontar enigmas, aunque fueran del más allá. Y tal y como vino, esa sensación se marchó para desaparecer. Volvió a caer en su abismo particular atrapado en una alcantarilla fétida e infestada de depredadores, por la que empezaba a correr un reguero de agua de lluvia acumulada en algún punto más alto de la ciudad. El líquido pasaba lavando el cadáver antes de empapar sus pantalones y calzado y eso le hizo moverse con asco.

Dientes de rata, de www.ecplagas
Dejando de lado el dolor, que le hacía contemplar chispazos de intensidad roja en los ojos, se movió en dirección al lugar de donde procedía el reguero y al pasar junto al esqueleto le prometió regresar para enterrarlo también. Si es que regresaba. Caminaba con lentitud, apoyándose en la pared, procurando no dejar caer el peso sobre el tobillo dañado y deteniéndose cada vez que escuchaba el roce múltiple de uñas contra el ladrillo.
Empezó a ver a las ratas a los diez minutos de haber iniciado tan penosa marcha. Primero fueron algunas de tamaño pequeño y dispersas, que se daban a la fuga cuando la luz incidía sobre ellas. Luego éstas volvieron acompañadas de ejemplares bastante más grandes hasta alcanzar la decena, pero todavía se apartaban de él con cierto respeto. Le estudiaban. Pensó que le estaban reconociendo como comida, tras haber catado al pobre infeliz que estaba con él en el túnel, aunque es probable que les intimidara su altura y, si bien cojeaba de forma ostensible, seguramente lo veían más sano que al otro infeliz al que acabaron pelando los huesos. Siguió su camino intentando aparentar lo menos enfermizo posible. Cada segundo contaba allí abajo y si jugaba bien sus cartas, quizá le dejaran en paz antes de encontrar una salida apta para su incapacidad momentánea.
Pero las cosas se le estaban poniendo feas. Las ratas llegaban ya a la veintena; entre ellas algunas como gatos grandes. Le dejaban pasar, pero luego le seguían, primero a distancia, luego reduciendo metros, acumulándose en número y empujándole cada vez más dentro en las entrañas de la ciudad. La luz las apartaba unos instantes y después volvían a amontonarse como la arena en un hoyo de la playa, y la situación no parecía tener salida. Ni, mucho menos, un final feliz.
Y, entonces, empezó a fallar la linterna. La intensidad lumínica comenzó a bajar a medida que la batería se iba agotando y las ratas festejaron su nueva ventaja moviéndose más deprisa y lanzando chillidos histéricos. Por fin se hizo la oscuridad. Cerró los ojos, tragó saliva y esperó a que su espantoso destino se cumpliera con la mayor premura posible. Pero el ataque no llegó. Escuchó un gruñido prolongado, que se redobló en el reducido espacio preñándose de reverberaciones repetidas, y una multitud de pequeños pasos veloces que desaparecían en la invisible lontananza. Después, un silencio glacial y el familiar gañido de "Mancha" que le lamía la mano para tranquilizarlo y guiarlo a través de los túneles hasta una salida ubicada en las proximidades de la estación depuradora de Villa Azul. Había oscurecido y la luna creciente le iluminó con suficiencia el lento camino a casa después de aferrarse al perro y darle las gracias sentidas con lágrimas de alivio en los ojos.
Los días siguientes fueron un calvario de fiebre, dolor y pesadillas. El tobillo estaba desmesuradamente retorcido, con líquido en su interior e infectado, así que lo limpió como pudo, le aplicó una aguja para drenarlo y lo entablilló lo mejor que pudo, antes de atiborrarse de antibióticos de amplio espectro que recogió de una farmacia y desmayarse abatido sobre su colchón. Entró en una especie de duermevela del que salía y entraba de forma intermitente y, finalmente, acabó por no saber discernir la amarga realidad del inquietante sueño que le martilleaba las sienes.

Así, llegó a entender que en el fin del mundo que él estaba experimentando, Dios se había olvidado en la Tierra exactamente de un millón de personas a las que no llamó a Su presencia; no por nada en especial, sino simplemente porque sin llegar a creer en Él habían sido mucho mejores personas que una multitud ingente de autodenominados creyentes, quienes acabaron consumiéndose por los siglos de los siglos ahogados en el odio de sus respectivos infiernos, clamando por una injusticia divina que no comprendían, mientras que esos ateos sin alma disfrutaban de una prolongación existencial justo antes de estallar como burbujas y sin dolor saltando con soltura hacia una dulce Nada personal.
Pero los elegidos de Dios fueron concentrados en una Córdoba monstruosa y gigantesca, con un centenar de barrios añadidos, siempre siguiendo la línea del Guadalquivir en dirección al mar. Y es que dicen los que saben que cuando esta ciudad fue la capital del mundo, allá por el siglo X, llegó a alcanzar esa misma cifra de habitantes.
En el sueño, que se había alejado ya de su origen —tal es la caprichosa naturaleza onírica de la que están hechos—, se vio acompañado de una familia que no tenía: una mujer y dos hijas, a las que quería con locura y a las que conocía en profundidad, a pesar de no haberlas visto nunca antes. Entre sus vecinos vivía y se relacionaba un pederasta camuflado, de ésos que saben ocultar su demencia en un halo de absoluta normalidad y que son descubiertos siempre tarde, y un día que él había bajado a cazar tórtolas africanas en el parque de la Asomadilla, el enfermo se deslizó como una víbora en su hogar con aviesas intenciones, pero también con tan mala suerte que fue sorprendido por su esposa antes de alcanzar a las niñas, que eran el objetivo de su malsana lascivia. Le rompió el cuello golpeándole en la base de la nuca con una silla; todavía con vida lo descuartizó y lo preparó con una excelente salsa de cebolla, patatas asadas y canela, mientras que con la espina dorsal había elaborado un caldo muy nutritivo y sabroso. Y cuando él llegó a casa celebraron el mejor festín de todas sus vidas regando el excelente manjar con cerveza madrileña y vino en rama de Montilla-Moriles que había recolectado de una tienda cercana a su casa...

Cuando recuperó por fin la consciencia se notaba muy descansado. Fue como si hubiera dormido durante un año entero seguido tras toda una larga vida de trabajos forzados. Resultó ser una sensación agradable, y se permitió el lujo de sonreír al perro, que le velaba famélico junto al lecho.
El tobillo había mejorado a ojos vista, pero jamás recuperaría su estado original. Así que desde entonces arrastró una peculiar cojera que hizo del galgo un compañero todavía más preciado que antes. Pero todo había cambiado: el último sueño le acosaba constantemente en todo lo que hiciera. No la parte del pedófilo, que ni siquiera era la esencial, sino la de esas almas abandonadas de la mano del Creador. Porque si en el Universo había muchos más mundos que éste con vida —se le antojaba por completo ilógico pensar lo contrario: que la soledad se alojara como un quiste en la raza humana como único ejemplo de la ingente imaginación de Dios—, también sería plausible que hubiera otros como él deambulando en solitario sin llegar nunca a coincidir en el mismo plano; pensando que sólo ellos eran los últimos seres sobre la superficie del planeta con capacidad para pensar en su desdicha. Con raciocinio suficiente como para darse cuenta de que seguían existiendo, a pesar de todo.
El Puente Romano de Córdoba acosado por la niebla, de Valerio Merino.

Por ello, decidió salir en su busca. La niebla se había adueñado de las calles califales. Especialmente de aquéllas que se dejaban besar por el río. Todo el Casco Histórico, declarado en 1994 por la Unesco Patrimonio de la Humanidad, se ocultaba bajo un manto violáceo que devoraba los perfiles de la piedra milenaria y ralentizaba la luz y los sonidos. Parecía el momento propicio para presenciar milagros y apariciones. "Mancha" se tensó como una goma a punto de reventar apuntando con su afilado cráneo hacia el Puente Romano que ambos tenían enfrente. Primero fue una sombra que cobró cuerpo mientras avanzó hacia ellos. Luego vino otra y una tercera. Así hasta el centenar. Como un ejército espectral y silencioso procedente del Vacío más allá de las estrellas. Pero eran reales, de carne y hueso, con ideas y pensamientos bullentes y unos ojos que no atinaban a decidirse en mostrar sorpresa, miedo, consuelo o indiferencia. O todo eso a la vez.
El primero se detuvo junto a él. Era un nigeriano de los que habían llegado en los últimos años para vender pañuelos de papel y ambientadores para coches en los principales semáforos de la ciudad. Tras medirse con la mirada unos instantes, ambos se tendieron la mano y se la estrecharon sin abrir la boca. Del resto, algunos se quedaron contemplándolos, unos cuantos acariciaron al galgo, que se dejó mimar, y otros muchos pasaron de largo para volver a ocupar una ciudad plagada de promesas futuras.
Él y el africano se marcharon juntos y durante un buen rato no pronunciaron palabra. Pero el silencio había dejado de ser algo natural. Detrás de esa primera tanda vinieron varias más, algunas de hasta varios millares de individuos, y siempre envueltas en una neblina redentora y amorosa, a modo de descomunal seno maternal, para protagonizar el mayor y más espectacular parto jamás visto antes en toda la Historia humana. Y la pregunta cobró forma finalmente.
¿Qué había pasado?
Y nadie supo contestar. Aunque cada cual pudo explicar su experiencia particular, coincidiendo todos en que temían ser los últimos en pisar la Tierra, y de que eran plenamente conscientes de ello.
 Comprobaron que en otros países, algunos puñados de personas habían regresado también. En total, en todo el orbe no habría más de tres millones y medio de seres humanos. Por contra, la fauna y la flora se encontraban en pleno apogeo y los mares hervían de vida, con lo que alimentos no iban a faltar.
Con el tiempo, las reflexiones llevaron a numerosas explicaciones a la situación que se había dado, a cual más fantasiosa, pero la más cercana a la realidad era la que él siempre había sospechado: en un mundo de borregos, el pastor es quien lleva la voz cantante. Demasiada gente viviendo sin sentir o sin vivir propiamente dicho creó una tensión insoportable en el seno de la existencia, provocando una desviación del hilo temporal en forma de bucle cerrado que degeneró en un Vacío devorador de almas. Entre la gran masa inconsistente, aquéllos que se dejaban llevar por el constante fluir del tiempo sin reaccionar, se volvieron mansas sombras de sí mismos hasta disiparse sin rastro ni memoria de ellos. También los inocentemente inconscientes se perdieron, y por eso los primeros en desaparecer fueron los niños.
Los menos, los que estaban plenamente lúcidos ante su circunstancia como personas individuales, permanecieron, aunque muchos dudaron y acabaron perdiendo la fe en sí mismos en cuanto saborearon la atrocidad de la soledad más absoluta, y también se marcharon.
En cuanto a él, tras haber pasado tantos años de intensa experiencia como "único superviviente" sin haber dedicado nunca un solo pensamiento a Dios, de repente volvió su mente y sus ojos al Cielo en busca de una respuesta.


No he podido resistirme. El fotógrafo cordobés y rocker Rafael Carmona captó hace años esta imagen en un barrio marginal de la capital califal. Y, evidentemente, este perro tenía que aparecer reflejado en esta entrada (aunque fuera a posteriori).


He de admitir que Los Negativos y su "No soy yo (La Psicoastenia)" calza como un guante con esta historia.




Otros que aluden en cierto modo a la sensación plasmada en el escrito anterior son Los Salvajes, a través de su estupenda "La Neurastenia".



Y un grupo de letras densas, Los Escándalos, que tuvieron una vida demasiado efímera para mi gusto. Este "Dónde se fue la diversión", me recuerda vagamente a un mundo vacío de contenido y con gente deambulante como si fueran zombies.




Y por alusiones, el "I've got mine" de Small Faces (no os quejéis, que es una verdadera joyita hecha notas musicales). En mi fuero interno, siempre quise ser una "Carita".




La letra:

I'VE GOT MINE (YO TENGO LA MÍA)

I just sit here everyday (Me siento aquí todos los días)
Wondering what you'll have to say (imaginando lo que tengas que decir)
But you read this letter (pero leíste esa carta)
'Cause I just wrote her that I'm fine (porque le escribí diciendo que estaba bien)
Between the lines she'll know I'm crying (pero entre líneas ella sabrá que estoy llorando)
Can't forget her (no puedo olvidarla)
And it's hurting, yes, it's hurting (y eso me hiere, sí, me hiere)
Deep inside me (profundamente en mi interior)
But no one knows it (pero nadie lo sabe)
'Cause I got my baby (porque he conseguido a mi chica)
(You get yours) (tú conseguiste el tuyo)
Don't you know I got my baby (lo que no sabes es que he conseguido a mi chica)
(You get yours) (tú conseguiste el tuyo)
Oh, my baby (¡Oh! Mi nena)
(You get yours) (tú conseguiste el tuyo)
What's the use of being down (¿Qué sentido tiene sentirse deprimido?)
I should be making like a clown (Debo de estar haciendo el ridículo)
But how can I tell her (Pero cómo le puedo decirle)
That I can't live my life without her (que no puedo vivir mi vida sin ella)
Stop myself from thinking 'bout her (No avanzo pensando en ella)
How can I tell her (cómo se lo puedo decir)
And it's hurting, how it's hurting (y eso me hiere, cómo me hiere)
Deep inside me (profundamente en mi interior)
But no one knows it (pero nadie lo sabe)
'Cause I got my baby (porque he conseguido a mi chica)
(You get yours) (tú conseguiste el tuyo)
Everyday I got my baby (cada día he conseguido a mi chica)
(You get yours) (tú conseguiste el tuyo)
Oh, my baby (¡Oh! Mi nena)
(You get yours) (tú conseguiste el tuyo)
Everyday, baby don't you baby I got mine (a diario, nena, tú no nena, conseguí la mía)
You'll get yours, everyday (Tú conseguirás los tuyos, a diario)
Hear what I say, come on, yeah (Escucha lo que digo, venga, sí)
Oh, I got my baby (¡Oh! Conseguí a mi nena)
(You get yours) (tú conseguiste el tuyo)
Don't you know I got my baby (lo que no sabes es que he conseguido a mi chica)
(You get yours) (tú conseguiste el tuyo)
Oh, my baby (¡Oh! Mi nena)
(You get yours) (tú conseguiste el tuyo)
Everyday baby, I just sit and cry (A diario, nena, sólo me siento y lloro)
And there ain't nothing I can do (Y al respecto no puedo hacer nada)
Oh, no, no, no, no (¡Oh, no, no, no, no!)
I can't stand it no more (No puedo soportarlo más)
I need, I need you so bad (Te necesito, te necesito hasta enfermar)
Like I never needed no one, yeah (Como nunca necesité a nadie, sí)