jueves, 4 de octubre de 2012

La Rosa Negra (capítulo VI)


Rosa Negra, recogida de Taringa.net.
 
 
                                        Capítulo VI. El secreto de la guerra.

Pequeño Mastín dijo Cathbad, ¿ves lo que está haciendo esa muchacha? Está lavando tus ropas rojas, y lavándolas llora, porque sabe que vas a la muerte contra el gran ejército de Maeve.
                                                Lady Gregory. Cuchulain de Muirthemne.

La nave se detuvo trabándose en tierra con estruendo y substrayendo a Cunneda de su letargo. En lo alto, las estrellas menguaban ante la inminente salida del sol élfico y el temible encanto de la noche se difuminaba con las primeras claridades del día que estaba por nacer.
El joven, en sus prisas, saltó desde la cubierta dañándose los pies al caer contra los picudos cantos dispersos por la orilla. No era una playa; lo que él había tomado por todo un extenso océano no era sino la corriente con la que se había topado al salir del territorio del peculiar reptil. Y ahora, simplemente, se hallaba en la ribera opuesta del río. Aunque su percepción del tiempo le gritaba en su alma, en su corazón y en su cabeza que había pasado toda la noche navegando.
El dolor se le pasó enseguida y antes de continuar echó un último vistazo a la embarcación que le había salvado de morir extenuado bajo las aguas. Pero, tal y como había supuesto, ya no estaba allí. En su lugar, un cisne de esponjoso plumaje gris y pico dorado se elevó por los aires arrastrando tras de sí una transparente llovizna de espuma batida que empapó su rostro, obligándole a sonreír.
"Lo peor de todo es que aquí llega un momento en que ya nada te asombra", reconoció equivocado haciendo un mohín de disgusto con la boca mientras el ave se perdía de vista en lontananza. Después escogió como senda una estrecha apertura entre dos sombríos castaños, con los troncos invadidos por el musgo, y por allí se abrió paso decidido finalmente a encontrar el camino de vuelta a su añorado hogar.
Con una obstinación propia de su edad, durante lo que siguió del trayecto se negó a hacer caso de los prodigios con que la espesura le regalaba los sentidos a medida que avanzaba. Y así, se desvió queriendo de un claro plagado de unas raras flores vivas de finísimo cristal inmaculado, de tal pureza en su magistral y rico acabado que cada una de ellas hubiera servido para pagar tres veces el valor de un reino en el mundo de los Humanos.

Rosa de cristal.
 
Despreció también la más que tentadora invitación de parte de un corrillo de minúsculas y agraciadas mujeres aladas, quienes, tras rodearle con algarabía musical, le ofrecieron a beber hidromiel en un cuerno de oro exquisitamente decorado con espirales, cuadrados y triángulos conjuntados en una formidable combinación mágica. Con que sólo hubiera mojado los labios con un beso en aquel néctar divino el muchacho habría podido disfrutar de una larga existencia fuera del País de los Elfos, libre de enfermedades y conservando siempre una sana apariencia juvenil.
Procuró, además, hacer oídos sordos a las canciones entonadas por las Fuentes Perdidas, cuyas límpidas letras hablaban de hazañas realizadas en el pasado, proezas que se estaban llevando a cabo en ese mismo instante y heroicidades que aún estaban por cumplir. Acontecimientos todos ellos que se hubieran hecho realidad si Cunneda los hubiera escuchado con atención, porque esos cantarse épicos se referían a él y a nadie más. De esta manera, perdió la oportunidad de llegar a ser el héroe infatigable de quien tan necesitada estaba su patria chica; el mayor sabio de todos los tiempos que desnudara cualquiera de los secretos de este mundo y del más allá; el hombre sin miedo que siempre quiso ser.
Se apartó luego de un grupo de risueños gigantes que forjaban con sus puños cerrados hermosas armaduras de combate y armas encantadas sobre elevadas fraguas de piedra. Eran en extremo pacíficos y le habrían acogido con cariño para descubrirle el hermético enigma del arte de la Herrería. Con ello, no sólo se hubiera elevado a la categoría de dios viviente entre los suyos, además la dicha de saberse todo un maestro artesano le habría llenado de felicidad hasta el punto de acabar riendo de por vida como hacían aquellos colosos.
Curiosa imagen de gigantes, tomada de
albertocanosa.blogspot.com.

Pero la mayor pérdida de todas fue desaprovechar la ocasión de contemplar expuesta su alma en el Espejo de la Verdad, que yacía olvidado y cubierto de polvo en el último rincón de una vaporosa caverna. De todas las maravillas, sin embargo, aquélla era la más ambigua, puesto que el Espejo es incapaz de mentir y, al mostrar el interior de cada ser que se refleja en su cárdena superficie, no siente remordimientos ni tiene voluntad para mitigar el maniático horror de la Verdad que se oculta en la mayoría de los casos.
Caminaba con la mirada baja, tan absorto que no percibió los curiosos efectos causados por el sol del amanecer sobre el tupido follaje de los árboles. Los rayos incidían directamente sobre todas y cada una de las hojas de aquel vasto e insondable bosque multimilenario, provocando cascadas de haces irisados que estallaban silenciosas al tocar el suelo. Las sombras perfiladas en tierra recreaban un decorado fantástico, el cual, visto en conjunto y mediante escenas móviles, semejaba una representación teatral acerca de la verdadera historia de aquel legendario país; y la sombra del muchacho parecía ser el actor principal.
La fría mañana vino acompañada de salvajes y coloridas ventiscas que, juguetonas, se complacían en arrebatar sin pudor alguno cualquier sonido naciente, zarandeándolo de un lado a otro hasta atravesar de parte a parte el laberíntico jardín. Fue de esa forma como llegó a los oídos de Cunneda un gemido lastimero que le arrancó de su ensueño despertando su curiosidad. Con el ceño fruncido y pies ligeros se dispuso a buscar el origen de tan amarga queja.
No tardó mucho. El olor acre e intenso de la muerte le atacó de frente impregnándole las narices con el inconfundible aroma de la sangre recientemente derramada. Apartó unos altos arbustos de boj y penetró con respetuosa cautela en lo que había sido el escenario de una cruenta batalla.
Cientos de cuerpos mutilados, desgarrados con rabia, atravesados por lanzas y dardos; centenares de bocas abiertas y brazos extendidos a lo alto en un desesperado intento por detener el ánima que se escapa hacia su última morada; miles de ojos mirando invidentes y con la sombra de una pregunta sin contestar impresa en las veladas retinas. Todo ello esparcido por la selva, entre los ofendidos árboles que se esforzaban por camuflar con sus ramas lo quebrados estandartes, sobre la yerba que saciaba su sed con la ofrenda de la sangre, como si una deidad menor hubiera arrojado en un momento de locura momentánea sus semillas para recolectar luego la macabra cosecha.
Restos de una batalla recopilada de la web elitonia.org.
 
Anduvo entre los cadáveres observándolo todo con esmerada visión de experto. Su alma guerrera se sublimó mientras reproducía el desarrollo de la contienda y sopesaba las armas blandiéndolas con intriga y cuidado.
¡Dioses! En mi vida había visto nada parecido –profirió cortando el aire con una espada equilibrada, pero de adelgazado filo.
De repente, el objeto se hizo tan pesado que no tuvo más remedio que soltarlo si no quería lesionarse el brazo. Luego intentó volver a levantarlo, aunque fue en vano; el arma no se movió ni un milímetro y permaneció fiel junto a su dueño. Esto le permitió fijar su atención en los caídos.
Ninguno era humano. Había elfos de gran estatura, acorazados con plata y acero, junto a bajos arqueros bogans tocados con boinas adornadas con plumas de faisán. Frente a ellos multitud de goblins de oscuros ropajes y corazones ponzoñosos, algunas formaciones de bogies y redcaps y grupos aislados de duergars se habían aliado a titánicos trolls del Norte y cohortes de enanos asilvestrados para llevar el caos hasta Tir Tairngiri.
No se trataba de una guerra continua contra el orden, ya que el País de los Elfos no se regía precisamente por una norma armónica. Era, más bien, el enfrentamiento entre la confusión ordenada asociada a la Buena Gente y el desorden natural propio de los de la Corte Maldita, que nunca habían pisado la Tierra de la Alegría.
En cualquier caso, mirara hacia donde mirara, la cantidad de difuntos era tal que el bosque prácticamente se había transformado en una inmensa necrópolis abierta al aire libre. El muchacho suspiró.
Demasiado salvaje –comentó. ¿Es que no ha quedado ni uno vivo o qué? ¡Pues vaya desastre! Aquí no ha vencido nadie.
Entonces volvió a escuchar el gemido que le había atraído hasta ese lugar. Procedía de un grupo de cuerpos amontonados cerca de un maltratado madroño bajo el que se encontraba un elfo herido de gravedad. Parecía dormido, pero se agitaba por el dolor. Cunneda libró al moribundo de los cadáveres que tenía encima y le pasó suavemente los dedos por la frente. El elfo abrió los ojos asustado.
¿Mi señor! –Dijo sonriendo, como si hubiera reconocido al joven. Mi señor, ¿qué os aparecido la batalla?
Cunneda se retiró aturdido, sin embargo el elfo alargó con premura una mano y le retuvo a su lado cogiéndole de la muñeca. Pese a su penosa situación el guerrero mostraba una fuerza insual. Los andrajos blancos y dorados que cubrían su jubón mallado, así como su capote negro con los bordes de rojo y oro, denotaban que aquel ser, hermoso como seguramente lo fue el primer amanecer de los tiempos, era un elemento destacado de su ejército: un capitán o puede que el mismísimo general.
Esta vez ha sido realmente duro –volvió a decir con palabras entrecortadas, luchamos durante toda la noche, pero vencimos, mi señor. ¿Estáis complacido?
“¡Ja! ¿Habéis ganado realmente?”, pensó Cunneda con cierta repulsa por lo que él consideraba una derrota por partida doble.
¿Por qué iba a estarlo? –Respondió. ¿Y quieres dejar de tratarme como a tu señor?
El elfo de largos cabellos rojizos tosió convulsivamente escupiendo esputos sanguinolientos; el menor de los movimientos le suponía una auténtica agonía y, sin embargo, en ningún momento perdió la sonrisa.
-Aprenden rápido, mi señor, y su número medra. Cada vez nos cuesta más trabajo contenerlos. Creo que la frontera del Este está abierta al mundo exterior y por allí entran en oleadas de a miles. Pero no hay por qué preocuparse; son muy inferiores a nosotros en todos los sentidos y aún los dominamos.
Espada élfica Orcrist, de
armasyseresmagicos.blogspot
 
¿El Este? –Preguntó Cunneda sintiéndose culpable. Ése es el camino que tomé para venir hasta aquí.
¿Os fijasteis en cómo los envolvimos cuando entraron en el bosque? –Continuó el herido sin que diera señales de haber escuchado al muchacho. La maniobra los pilló por sorpresa y barrimos con facilidad su primera línea. Pero se reagruparon rápidamente: retrocedieron sobre sus pasos y lograron rodearnos al ser superiores en número. ¿Veis a ésos? ¿Los más altos? Ésos se quedaron en el centro para detener nuestro ataque. ¡Por el Hacedor que nunca había visto antes batirse con tanta furia como a esos monstruos! Nos tuvieron ocupados hasta que se cerró el cerco a nuestro alrededor. Entonces no tuvimos más remedio que pelear en todos los frentes.
Cunneda tuvo la impresión de volver a estar ante su padre durante una de sus habituales charlas de “entendido en todas las materias”, pues aunque el aspecto del elfo era el de un joven de su edad, por los ojos supo que el guerrero contaba sus años por centenares. Sintió una profunda veneración por él y le siguió la corriente.
Estoy contento por la valentía que habéis mostrado todos.
Mi señor, vos sois mi inspiración y mi ejemplo en el combate. Ahora que me ronda la muerte no me avergüenza confesarlo. Desde niño os he estado espiando para escuchar fascinado vuestras narraciones de guerra, las estrategias que usabais en cada batalla y, sobre todo, os admiraba porque habéis sabido hacer de la lucha un hermoso arte. A partir de entonces soñé con emularos y acabé haciendo mías las que eran vuestras teorías guerreras.
¿Me espiabas? –Cunneda contuvo una carcajada de sorpresa ante lo absurdo de esa posibilidad.
Por favor, por favor, no os ofendáis, mi señor –el agonizante vomitó sangre de nuevo y se aferró con esfuerzo al hombro del joven intentando incorporarse. Siempre os he servido como mejor pude.
Tranquilízate, no me ofendo –contestó Cunneda empujando con suavidad al elfo para que volviera a tenderse. Te escucho, habla.
El rostro del elfo se tornó ceniciento. Parecía incómodo por tener que sincerarse con Cunneda y anduvo titubeando antes de hablar, aunque para ello tuvo que apartar la mirada.
No lo entiendo, mi señor. Se me escapa.
¿Qué no entiendes? –Le animó conciliador el muchacho.
¡Es posible que me sienta tan vacío! Toda, toda mi existencia dedicada a la guerra y, ahora que estoy a punto de abandonarla, no logro encontrarle un sentido –volvió a mirarle con miedo en los ojos. Debe de haber una explicación; ¿he hecho mal? ¿Me he equivocado en algo, acaso?
“¡Sagrada Madre Tierra! ¡Y yo qué sé! ¿Crees que puedo entender nada de lo que está pasando?”, fue la reacción mental del confundido joven. Ahora bien, no podía dejar al otro sumido en la angustia antes de que muriera. Carraspeó y, sin pensarlo, sin saber siquiera lo que estaba diciendo, le respondió con palabras de consuelo.
¡Qué vas a equivocarte, hombre! Has cumplido con tu deber y eso es lo único válido; lo único que debe de tener sentido para ti –levantó la cabeza mirando pensativo los restos de la batalla en su entorno. No intentes entender el porqué de la guerra, existe y punto. Pero no es culpa tuya. Además, ninguna guerra es para siempre y tú habrás contribuido a que eso algún día sea una realidad.
Cuando bajó otra vez la vista comprobó que el elfo estaba muerto. Al parecer había oído lo suficiente de lo que dijo Cunneda, porque falleció con una sonrisa en los labios y una expresión de paz en sus relajadas facciones.
Justo entonces los árboles se agitaron con crujiente estruendo y las hojas amarillearon en las ramas. La escarcha surgió repentina cubriendo como un sudario el campo de batalla. El joven notó un frío intenso, pero su respingo fue de temor: un aullido prolongado recorrió la foresta ahuyentando a los tímidos grajos y urracas que picoteaban alimentándose de algunos cadáveres; las hojas temblaron un instante antes de caer, pero no llegaron a tocar el suelo porque un viento gélido las transportó lejos, fuera de los límites del bosque; fuera, quizá, del propio mundo élfico. Hojas de oro que guardaban, como un secreto, un mensaje de catástrofe escrito entre sus intrincadas ramificaciones nerviosas.
Todos los muertos comenzaron a levitar. Se elevaron por encima de la arboleda y viajaron llevados por el vendaval hasta desaparecer en medio de las nubes púrpuras. Cesó el aullido y cualquier otro sonido en la espesura. Desapareció cualquier vestigio del bestial combate que se había librado aquella misma noche. Nada se movía. A su alrededor una gruesa capa de hielo invadía campos y foresta, y de las ramas caían en suspenso agudas estacas heladas que brillaban como diamantes a la luz del temprano sol.
Mientras tenía lugar todo aquello, Cunneda creyó entrever la figura de una vieja magra y reseca, aunque tan alta como un ciprés. Cubría su desnudez con una túnica desgarrada por las costuras y con sus sarmentosas manos asía una vara larga y delgada con la que tocaba cuanto se ponía a su alcance. Su rostro, azulado, no mostraba emoción alguna. Sus larguísimos cabellos, rojos, dorados, verdes y blancos, oscilaban a su espalda como serpientes aprisionadas a la piel, flotando con lentitud exasperante. Iba acompañada de un llamativo rebaño de ciervos, lobos y jabalíes que la seguían con familiaridad. La vieja y su séquito se volatilizaron en el aire, dejando al joven caminando en soledad con sus pensamientos.
Árboles escarchados, de johnny-detodito.blogspot.
 
Reconoció con fastidio que en el fondo se había burlado del elfo, sin embargo presentía que tampoco le había mentido totalmente al hablarle de aquella manera. Le intrigó, además, el hecho de que el otro conociera sus propias ideas sobre la guerra; un arte, le había dicho, y sí, como tal la consideraba Cunneda. Allá, en su aldea, había visto trabajar a los herreros no sólo fabricando armas y otros aperos útiles para las labores agrarias, algunos eran tan hábiles en la confección de joyas que los jefes se disputaban sus favores llegando, incluso, a arruinar a sus familias. Otro tanto ocurría con los filé, los poetas que componían con una facilidad pasmosa los más bellos cantos en cualquier momento y para cualquier situación. Para el muchacho aquello era arte, pero se trataban de aptitudes ajenas a su persona, más allá de su capacidad y paciencia.
Por ese motivo Cunneda decidió hacer de la guerra un arte; un elemento de satisfacción creadora personal. No se trataba de matar y procurar salir ileso de un combate, como pensaban sus compañeros de armas. Cada movimiento ante el contrincante, cada desplazamiento en defensa o en ataque debían de ser concebidos como una danza de infinita gracia que extasiara tanto a vencedor como a vencido.
Este plano individual tenía también su reflejo en las grandes contiendas, donde la danza tenía que ser aplicada a la evolución de ejércitos enteros. La estrategia, por tanto, era también un arte y el premio, ni más ni menos que el respeto del adversario, porque en aquellos tiempos los estrategas estaban muy bien considerados y la sociedad los terminaba elevando al rango de héroes.
Por supuesto, nunca había hablado de eso con nadie. Se habrían mofado con crueldad de él. Y, claro está, como ocurre con la mayor parte de los artistas, nunca mezclaba teoría y práctica a la hora de actuar. Solamente combatió una vez. Fue en una expedición de robo de ganado. Mató a un hombre, pero lo hizo con torpeza, con miedo, preservando su propia vida antes que arriesgarse a alcanzar el sublime júbilo de la obra bien hecha.
Se sonrojó al recordar aquel episodio que parecía haberse producido miles de años atrás, aunque sus cavilaciones pasaron a un segundo plano: ante él emergió un único camino que atravesaba un cerrado valle cubierto de altos pastos mecidos por el viento. En mitad de la vaguada se alzaba un monte al que iba a morir el sendero.
El laberinto había finalizado.
 
 
Acompaña a la lectura un tema de Milladoiro, titulado "Muiñeira do Areal".
 
 
No puedo evitar incluir un clásico de la guerra de independencia irlandesa: Irish soldier laddie, de Danny Doyle (la mejor versión sobre este tema bélico):
 
 
 
Perdonad mi pésima educación y mi falta de corrección hacia vosotros. Aquí tenéis la letra y su traducción, of course!:
 
Irish Soldier Laddie (Soldadita irlandesa)
 
'Twas a morning in July, (Fue una mañana de julio,)
I was walking to Tipperary (Iba caminando hacia Tipperary)
When I heard a battle cry (cuando escuché un grito de batalla)
From the mountains over head (procedente de las montañas que tenía sobre mi cabeza)
As I looked up in the sky (Y cuando miré hacia el cielo)
I saw an Irish soldier laddie (Vi a una soldadita irlandesa)
He looked at me right fearlessly and said: (Me miró fijamente intrépida y me dijo:)

Will ye stand in the band like a true Irish man, (¿Estarás con el grupo como un auténtico irlandés)
And go and fight the forces of the crown? (Para ir a combatir a las fuerzas de la corona?)
Will ye march with O'Neill to an Irish battle field? (¿Marcharás junto a O'Neill (*) hacia un campo de batalla irlandés?)
For tonight we go to free old Wexford town! (¡Para que esta noche vayamos a liberar la vieja ciudad de Wexford!)

Said I to that soldier lad (Así que le dije a esa soldadita)
"Won't you take me to your captain (¿Podrías llevarme ante tu capitán?)
T'would be my pride and joy (Sería para mí un orgullo y motivo de alegría)
For to march with you today. (Desfilar hoy contigo)
My young brother fell in Cork (Mi hermano menor cayó en Cork)
And my son at Innes Carthay!" (Y mi hjo en Enniscorthy)
So to the noble captain I did say: (Así que al noble capitán le diré:)

I will stand in the band like a true Irish man, (Estaré con el grupo como un auténtico irlandés)
And go and fight the forces of the crown (Para ir a combatir a las fuerzas de la corona)
I will march with O'Neill to an Irish battle field (Marcharé junto a O'Neill hacia un campo de batalla irlandés)
For tonight we go to free old Wexford town!  (¡Para que esta noche vayamos a liberar la vieja ciudad de Wexford!)

As we marched back from the field (Marchábamos de vuelta desde el campo)
In the shadow of the evening (A la sombra del atardecer)
With our banners flying low (Con los estandartes bajos)
To the memory of the dead (En memoria de los muertos)
We returned unto our homes (Volvíamos de vuelta a nuestras casas)
But without my soldier laddie (pero sin mi soldadita)
And I still can hear those braves words that she said: (Y todavía puedo oír esas valientess palabras que dijo:)

Will ye stand in the band like a true Irish man, (¿Estarás con el grupo como un auténtico irlandés)
And go and fight the forces of the crown?  (Para ir a combatir a las fuerzas de la corona?)
Will ye march with O'Neill to an Irish battle field? (¿Marcharás junto a O'Neill hacia un campo de batalla irlandés?)
For tonight we go to free old Wexford town!  (¡Para que esta noche vayamos a liberar la vieja ciudad de Wexford!)

(*) Podría referirse a Denis O'Neill, quien presuntamente asesinó a Michael Collins en una emboscada, aunque me inclino más por Donal O'Neill, pesudónimo usado por Eoin Neeson, un escritor al que se calificó como el Walter Scott de la Isla Esmeralda).

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