domingo, 30 de diciembre de 2012

La Rosa Negra (Capítulo VIII)

Capítulo VIII. Viaje bajo tierra.
 
 

Por mí se va a la ciudad doliente,

Por mí al abismo del tormento fiero,

Por mí a vivir con la perdida gente.

Dante Alighieri. La divina comedia.

 
 
Tal y como le había asegurado el Nimbi, Celebinish era sumamente dócil con los que él permitía cargar encima. Tan cómo iba Cunneda que no tuvo necesidad ni de bridas ni de agarrarse a ninguna parte, y eso que el desfile se desarrollaba a todo galope. Por la velocidad, el glorioso efecto de ingravidez y cierto vértigo nacido de la boca del estómago, creía estar volando y así se dejó llevar unos minutos, con la cabeza ladeada, los párpados bajados en arrebato y los brazos ligeramente extendidos permitiendo a las rápidas corrientes de aire que se colaran bajo ellos haciendo ahuecar sus ropajes. Al volver a abrir los ojos vio al unicornio cabalgando gallarda a su lado.

-¡Esto es maravilloso! ¡Maravilloso! -Aclamó alborozado sin darse cuenta de que lo hacía en voz alta.

"Pues mira para atrás", le recomendó el Nimbi.

Así lo hizo, colocando una mano en la cruceta del caballo y la otra en sus cuartos traseros. A lo lejos, en mitad del verde mar de hierba, se encontraba la yeguada. Cada una de las bestias mantenía alzada su larga cabeza, en actitud oferente; un incipiente resplandor que abarcaba toda la gama de colores comenzó a emanar de las potras y poco después un descomunal arcoíris cubrió toda la bóveda celestial por encima de ellos.

El espectáculo sobrepasaba con creces su imaginación, ya de por sí bastante activa, y permaneció mudo olvidándose incluso de respirar. El unicornio, mientras, se limitó a corretear con gozo alrededor de Celebinish dejando escuchar de nuevo su risa infantil. El muchacho adoptó aquello como un buen augurio, lo que incrementó tanto su coraje como su confianza en acabar la aventura con un final felizmente adecuado.

Justo entonces se detuvo el caballo bruscamente, puesto que ya habían llegado a la base del monte. Literalmente la senda terminaba allí, como si penetrara en el seno de la montaña, y no se adivinaba ningún otro sendero por el que se pudiera alcanzar la cima. Para mal de males, la pendiente del cerro caía en picado durante más de diez metros en todo su perímetro abortando cualquier posible intento por escalarlo. Cunneda, desolado, miró inquisitivamente al Nimbi, quien le devolvió la misma mirada.

"¿Y cómo se sube hasta allí arriba?"

"Haces demasiadas preguntas", le reprochó el unicornio.

"Es que yo creí que la cima era a donde tenía que llegar".

"Y lo es", se apresuró a responder el animal. "Y éste de aquí es el punto en el que tú y yo nos separamos definitivamente. A partir de ahora ya no me verás más y tendrás que seguir solo".

A Cunneda se le vino el mundo encima. No había disfrutado de mucho tiempo junto al Nimbi, pero se había acostumbrado a su presencia y hasta le había llegado a tomar auténtico cariño.

"¿Cómo piensas irte? ¿Vas a desaparecer o algo así?"

La inocente ocurrencia del muchacho divirtió al unicornio, aunque su risa no sonó tan alegre como antes.

"Me iré caminando, si ése es tu deseo".

"Lo que de verdad quiero es acabar ya mismo con esta pesadilla".

"Pero no puedes. Quizá te quede todavía lo más duro por recorrer".

"¡Y me lo dices así! ¡Tan tranquila!", saltó el joven. "Me figuré que eras mi amiga, caramba, pero pareces disfrutar intentando meterme miedo".

"¿Hubieras preferido que te mintiera?"

Por lo más sagrado! Claro que no. Lo siento", se disculpó. "Supongo que las cosas no pueden ser de otro modo. Pero antes de que te vayas hazme el favor de decirme por dónde tengo que ir".

"En realidad, Celebinish es el único que conoce el camino. Deja que él escoja libremente la ruta y nunca le fuerces a hacer lo que él no quiera. Bueno, ahora sí que llegó el momento de irme".

Como despedida el unicornio tocó con su asta iluminada la mano que le mostraba el joven y se volvió con rapidez. Al instante se había perdido entre las altas hierbas. Cunneda se contemplaba las yemas de los dedos, notando un nudo en la garganta, cuando maldijo con un juramento su torpeza.

-Me olvidé de preguntarle su nombre -se dijo-. ¡Eh! ¡Vuelve! ¡Has de decirme cómo te llamas!

Nadie contestó. "Me lo imaginaba; ya verás cómo voy a acabar por olvidarla". Entonces una voz muy lejana resonó en su cabeza:

"Lucífero, es mi nombre".
Eclipse, cogido de lamascarayelespejo.blogspot.com.es.
 

Algo más confortado, el muchacho palmeó con conformidad el grueso cuello de Celebinish dándole a entender que estaba preparado para seguir adelante. El caballo se desvió a la izquierda, recorrió una docena de metros y giró repentinamente en dirección a la pared de piedra. Visto y no visto, tan instantáneo que el mozo no tuvo tiempo ni de gritar, se encontraron en las entrañas del monte tras atravesar, emulando a los fantasmas, la falda de la solitaria altura. Habían pasado de la luz clara del día a una húmeda oscuridad que dejó parcialmente ciego a Cunneda, no obstante eso no lo acobardó.

-¡Oye! ¿Acaso eres un druida y has conjurado un rito mágico para traspasar la roca?-Inquirió el joven a su montura, pero Celebinish no se dio por aludido-. Por supuesto. Tú eres lo único normal que hay por estos contornos y seguramente no sabes hablar. Pues eso es algo que se agradece, ¿sabes?

Si bien Cunneda era incapaz de verse las manos colocadas a un palmo de su nariz, Celebinish, al contrario, caminaba con paso elástico y firme, sabiendo en todo momento por dónde pisaba, siguiendo en parte su instinto y guiándose además por la vista, ya que habiendo nacido en Tir Na N'og estaba capacitado para vislumbrar lo que encubrían las tinieblas y sus ojos despedían un intrigante esplendor lechoso.

Al cabo del tiempo el muchacho se dio cuenta de que todavía no habían iniciado el ascenso y, según sus cálculos, ya tendrían que haber empezado a tomar la pendiente que les llevara a la cima. Agarró, por tanto, de las crines al poderoso zaíno y le obligó a pararse.

-Hace rato que tendríamos que estar subiendo. ¿Estás seguro de que vamos bien por aquí?

Celebinish, encabritándose, respondió con un relincho tan potente que el joven sintió que todas sus tripas vibraban.

-Vale, vale. Tú mandas... ¡Espera! ¿Qué es eso?

Cunneda se había fijado en una luz verde que lucía al fondo en la lejanía. Un viento frío impulsó consigo lúgubres gemidos de ultratumba que se multiplicaron en innumerables ecos al rebotar en las paredes de la caverna. Del techo caían, provocando un sonido repetitivo, heladas gotas de lo que parecía ser agua subterránea.

-¡Dagda me asista! ¿Por qué te has puesto tan nervioso?

El caballo intentaba retroceder angustiado y sus ijares temblaban de pavor. En un momento dado cesó el ulular del aire y Cunneda pudo percibir algo parecido al arrastrar de pies sobre la grava y el rumor de roncas respiraciones. Al fondo, el brillo mortecino se iba acercando lentamente.

-¡Mira, mira! -Chilló con todo el vello del cuerpo en erección-. ¡Estamos en el infierno ése del que habla mi padre!

En mitad del resplandor esmeralda centenares de cuerpos intangibles se deslizaban hacia ellos. Eran almas en pena; algunas mostraban la forma de repugnantes cadáveres descompuestos, otros parecían mantenerse jóvenes en la muerte, aunque sus cuerpos tenían señales de violencia y heridas provocadas por instrumentos inhumanos. Todos acusaban algo en común: una mirada ansiosa hacia la persona de Cunneda y su caballo. Los muertos les rodearon y entonces el muchacho escuchó una voz conocida.
Hematófago en el infierno de Dante.
 

-Vuestra sangre, hijo mío. Dadnos vuestra sangre.

-¡Madre! -Llamó al reconocer a la mujer que le había otorgado la vida. A su lado se encontraba también su hermano, fallecido a los trece años de unas fiebres malignas y fatales.

-Tu sangre, hermanito -dijo el pequeño-. La necesitamos para seguir siendo.

Luego un coro de voces les reclamó su fluido vital mientras los espectros extendían los dedos hacia el animal y su jinete. El niño y la mujer abrieron sus bocas con desmesura y de ellas surgieron sendos enjambres de moscas grises que rodearon furiosas a Cunneda y Celebinish picándoles por todas partes. Algunas manos les palparon y su contacto quemaba; finalmente el joven sintió un feroz mordisco en una de sus piernas.

Cunneda profirió un alarido de dolor y pánico y ésa fue la señal para que el caballo, que había aguantado hasta el borde de sus fuerzas, se lanzara desbocado hacia adelante en una frenética carrera por huir de aquella locura.

Los hematófagos no pudieron hacer nada por detenerlos y cuando ya estaban a bastante distancia el muchacho oyó la súplica de su madre, con una voz tan quejumbrosa que se le desgarró el alma.

-¡Hijo! No me dejes aquí. Esto es tan triste y vacío...

Cunneda cerró los ojos para reprimir las lágrimas y se aferró al cuello de su montura, la cual continuaba su lunática cabalgada.

Desde entonces Celebinish no aminoró la velocidad de su fuga y el joven sólo se atrevió a abrir los párpados muy de cuando en cuando. Una de esas veces descubrió que él también podía ver merced a la luz natural que irradiaba del mineral con el que estaba compuesta la interminable cueva. Y así supo que la concavidad principal se subdividía en un sinfín de pasillos, corredores y recovecos secundarios por los que se hubiera obligado a vagar de por vida perdido si no contara con la inestimable compañía de Celebinish.
Esta tarántula tiene cara de no haber roto nunca un plato...
En otra ocasión el caballo torció en un pasadizo a su derecha accediendo a una especie de amplia cámara donde se respiraba un ambiente viciado y podrido. La curiosidad de Cunneda volvió a excitarse cuando una sustancia fina, pegajosa y desagradable quedó adherida a su cuerpo. Entreabrió una rendija a través de sus párpados y su corazón dejó de latir cuando contempló una multitud de gordas tarántulas, algunas de hasta dos metros de envergadura por uno de alto, que permanecían quietas cubriendo todo el piso, encimadas unas sobre otras o descansando sus bulbosos vientres contra los excrementos del suelo en aletargada espera de una presa.

Por lo general, las más grandes acababan por devorar a las de menor tamaño, y el muchacho pudo asistir a una de esas espantosas escenas. Había una araña enganchada boca abajo al elevado techo de cuyas fauces sobresalía una nudosa pata peluda. El monstruoso arácnido inmediatamente dejó de mover las mandíbulas en cuanto posó su racimo de malévolos ojillos en él y su caballo y se descolgó pesadamente, dejándose caer, de la bóveda. Luego mantuvo una breve persecución tras de ellos a la que renunció cuando intuyó que su cacería era del todo inútil.

El frágil equilibrio mental de Cunneda estaba a punto de quebrarse, de transformarse en minúsculas motas de polvo desintegrado, de desparramarse en la vorágine de su alma inmortal que corría libre por la intrincada red de venas y arterías a través de la plenitud de su ser. Tan pronto se veía a sí mismo como un niño campeón que vive una inocente aventura que como un adulto inmaduro vagando errante en busca de un mínimo de sentido a su existencia. Llegó incluso a contemplarse como un gran monarca de expresión indefinida, sentado sobre un alto trono y gobernando una tierra que no necesitaba de administraciones ni de orden.
El Big Bang, cogido de mostintolerantreligion.com.
Fugaces visiones espontáneas le permitieron admirar el doloroso parto del mundo, su ardiente llanto al ver la luz en medio de la vacua nebulosidad cósmica y una multiplicidad de seres vivientes recreándose con gozo en la aparición del Mundo-Madre universal. Las estrellas surgirían mucho después.

Todas esas imágenes mentales no despertaron en él ningún deseo ni pensamiento concreto. Tenía la mente en blanco, concentrando su energía en absorber el inacabable flujo de ideas recreativas que le asaltaban, pese a mantener los ojos herméticamente sellados. De esa manera vio continentes enteros hundirse bajo las bravas aguas de océanos primitivos que luego regurgitaban nuevas tierras sobre las que se agitaron los primeros trazos de vida no acuática.

Imperios milenarios y complicadas culturas nacían y se exterminaban fagocitados por el paso del tiempo. Dioses con formas protoplasmáticas o habitando en cuerpos de descomunales animales verminosos; espíritus naturales de todos los tamaños y caracteres; hombres de razas dispares; bestias creíbles o bien del todo inimaginables; conformaban en conjunto un multimillonario ejército que desfilaba en hileras silenciosas hacia el seno de una hermosa mujer, cuyos brazos abiertos los recibía en un gesto preñado de amor y deseo.

El muchacho improvisaba los apurados momentos de lucidez que, de vez en vez, acudían a él con oraciones dirigidas a las inalcanzables deidades de su panteón racial; oró también al nuevo y único Dios acogido por su padre; aunque presumió que sus rezos quedarían aprisionados para siempre entre los inextricables muros de aquella dimensión blasfema.

Futuro y pasado se confundían de manera disparatada, haciendo que cualquier esfuerzo por comprender nada de nada fuera totalmente ineficaz. Con todo, aprendió que la periódica degradación del ente humano era redimida de continuo por actos de sacrificio individuales, cuyos artífices poseían una valía personal infinitamente superior al conjunto de los que eran salvados. Si bien el valor de los redentores se medía única y exclusivamente por la magnitud de su acción. Y los acontecimientos se repetían una y otra vez, independiente de la época en que discurrían aquellas historias eternamente iguales unas a otras sobre la grandeza y la miseria del Hombre. Le anegó la felicidad, la esperanza, el odio y la tristeza, y cuando todo se volvió negro de nuevo sólo permaneció en él un perturbador sentimiento de piedad.
Imagen infernal, de necromorty.blogspot.com.
 

-Tu compasión es francamente desagradable.

La voz procedía de una sombra informe y profunda que se alzó ante ellos. Celebinish se había detenido de golpe.

-Habéis extraviado el camino -prosiguió la Voz-. En mi casa no hay lugar para los vivos. Así que idos.

Cunneda no osó decir palabra mientras la sombra sin rostro abría una puerta a su espalda. Una ardiente ráfaga encarnada brotó de la oquedad en la roca y la sombra pareció disolverse en medio del resplandor.

Celebinish, al paso, se introdujo en las llamas abrasadoras que barrían la grieta de salida.
 
 
 
Para la ocasión, Llan de Cubel, con su tema La casa gris.
 

Como segundo plato, un delicioso Eileen Óg, por parte de The Dubliners.
 

2 comentarios:

  1. La rosa negra me gusta cada vez más, querido Hubi.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Estimado Albert. Sólo quedan un par de capítulos y un epílogo (que ya veré si publico o no). Paciencia que en breve acabará y quizá el final defraude a más de uno... Es la vida.

      Eliminar