Una tarde, mientras trabajaba, llegó hasta mí una risa infantil. Era de una niña. Se le notaba extremadamente feliz, despreocupada, sin temor a nada inmersa en su mundo, en su inmutable para siempre realidad; ésa que la acaricia, la envuelve y la salvaguarda aportándole una indestructible sensación de seguridad.
Su risa era líquida, como el gorjeo del más hábil de los jilgueros; muy alegre y abierta. En extremo contagiosa y me hizo sonreír abiertamente. Me enamoré de inmediato de esa risa de diamante y pensé que todos los niños y las niñas del mundo, sin excepción, deberían poder reírse así. Tendrían que ser obligatoriamente felices; tener la oportunidad de vivir vidas plenas y llegar a convertirse en adultos también igual de felices y sin sombra de miedo en la mirada.
Pero algo nos pasa al avanzar por el tortuoso camino de la vida. Algo nos hace cambiar al traspasar una enfermiza frontera. Algo nos arrebata la inocencia, que se marchita en nuestros ojos, y nos transforma en seres deformes, temerosos, ahogados en odios y preocupaciones, acosados por miedos extremos y una irracional violencia que se dispara al más pequeño de los estímulos.
Ese cambio es imperdonable, como también carece de perdón humano y divino cualquier atrocidad cometida contra niños y niñas.
No es natural despojarse del alma antes para destrozar a un infante y volver a vestirte con ella para continuar luego con tu vida como si nunca hubiera pasado nada. No puede haber perdón para esos seres desnaturalizados.
Cualquier asesino de niños queda marcado para siempre, y en la eternidad, justo antes del olvido, el remordimiento le impedirá ser feliz; y sin felicidad no hay paraíso. Esa enfermedad no tiene cura.
Ese tipo de pecados no tienen redención.
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Palestina y su particular Keep The Faith con el que algún día vuelva a bailar, cogida de es.vecteezy.com |
Quien mata a un niño o a una niña descubre espantado que no tiene capacidad de amar. Sin amor no hay paraíso. Esa enfermedad no tiene cura.
Todo niño y niña, cualquier niño y niña, merece ser feliz hasta reventar de dicha, sentir la seguridad a su alrededor, notar –saber a ciencia cierta– que puede reírse sin miedo y con absoluta tranquilidad, porque son intocables. Porque están siempre un paso más allá de la mezquindad, la ruina y la miseria de la humanidad adulta.
Quien es capaz de arrebatar ese precioso y genuino don de la felicidad infantil arrastra una insana enfermedad y lleva marcado a fuego el sello imborrable de la corrupción del cuerpo y del alma. Esa enfermedad no tiene cura. Ni perdón.
El mundo está enfermo y delira. Estamos todos enfermos bajo una máscara de amarillento marfil que impide contemplar y conocer la incómoda realidad de que el Infierno está ya en la Tierra. Un inmenso cubo de hueso y piedra con millones y millones y millones de estancias en las que el nombre de sus huéspedes lleva eras grabado a fuego en sus puertas.
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Piedra en lugar de seda. A veces un trapo es el mejor escudo. Cogida de dreamstime.com. |
La Risa
Esa risa de la niña era de las que salvan al mundo.
Abierta.
Pura.
Disparatada.
Fresca.
Sincera.
De las que emergen directamente del interior del alma.
Hay otras risas
contagiosas
libres
adyacentes
solidarias
perversas
Pero como la de esa niña salvadora
no se forjó ninguna antes similar
ni en el Cielo ni en el Infierno.
Es una risa
de ecos permanentes
de presencia perpetua
de memoria infinita
con restos alegres,
sabores a vida nueva
y olores de roja tierra.
Quizá para esta entrada sirva la canción Tears of a Clown en la versión de Smokey Robinson & The Miracles y en la de The Beat, que es con la que yo la conocí. El payaso es una figura que me inspira cierta pena y mucho miedo, desde que vi a uno en un circo en Cáceres con unas inmensas tijeras de podar haciendo la broma de cortarles la cabeza a quienes estaban en primera línea del público (luego supe que hay una fobia hacia este tipo de personajes –la Coulrofobia– pero hasta ese punto no llego, pero entiendo mucho a Robbie de Poltergeist cuando destroza a su sonriente antagonista por odio nacido del pánico).
Pero igualmente me producían tristeza y ese fue el motivo por que exageré mis risas y aplausos en otra sesión circense cacereña con un payaso al que nadie le reía las gracias ni le hacía el menor caso cuando tocó el violín. Creo que estaba tan deprimido que ni siquiera advirtió mis intentos por animarlo. Ir al circo cuando yo era un niño era bastante habitual, como lo era intentar entrar a ver 'El monstruo de Guatemala' en otra atracción de feria o tratar de asomar la nariz en el prohibido espectáculo teatral de Manolita Chen cuando llegaba a la ciudad.
Las lágrimas de un payaso es un título muy sugerente por el contraste que supone. Cuando eres un niño no ves a la persona que representa a ese payaso, sino al personaje que crees que es siempre así, como una especie personalidad más formando parte del mundo real. La cara pintada del payaso es de verdad y su sonrisa es envidiable porque jamás se borra. Ser payaso era un don que tocaba a muy pocos en el mundo, pero para un niño era como contemplar a un superhéroe de carne y hueso incapaz de arrancarse la máscara porque ése era su rostro.
Pero las personas lloran –abiertamente o en la intimidad y por múltiples razones y motivos– y los payasos no escapan a la naturaleza humana y sus múltiples preocupaciones. Por eso la canción tiene un sentido profundo y sienta como anillo al dedo a esta entrada del blog. Además de que es una maravilla de tema, como Soul o como Ska.
Tears of a Clown (Lágrimas de payaso)
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