Un dinosaurio de hace 112 millones de años, cogido de National Geographic |
Este canto lo inicié con la típica primera frase que te viene a la mente y te hace gracia por ser un tanto impactante. El resto es más de lo mismo, aunque si se escarba un poco alguna enseñanza (o placer) se podrá encontrar en sus versos.
Estoy seguro de que la figura del dragón que tanta importancia tuvo en la Antigüedad y en muchísimos rincones del Mundo a la vez y en una misma época, tuvo que ver con el descubrimiento de fósiles y esqueletos de dinosaurios que afloraron en algunas canteras. Es como cuando los antiguos clásicos contemplaron por vez primera el cráneo pelado de un elefante muerto y vieron claramente en él la cabeza de un cíclope.
De ahí a la leyenda hay un paso muy cortito.
La noche en que un dinosaurio vino a verme
las estrellas habían silenciado su rutilante charla
y el alba retrasaba su llegada como un juego
sonriendo tras de un seto.
Con pasos floridos llegó a mi altura
y estudió la luna y su doble cara
merced a su mirada de proximidad transparente,
como un fogonazo de sutil esencia primaria.
Con alma de dragón antiguo
me narró una historia de vespertinas verdades
a la liviana luz de un candil de plata
que iluminaba curvas ramas de olivo milenario.
Y dijo que del Mundo no se huye,
que la Vida usa piernas largas
y que el sentido de las cosas que son
te envuelve y te atrapa con saña.
En su universal mirada brilló una perla
de líquida tristeza ya olvidada
para apaciguar la tibia ausencia
de los que como él un día fueron.
Sus ojos amanecieron al tiempo que el sol,
el mismo que tiempo atrás le vio nacer,
para desgarrar las tinieblas de polvo estelar
a modo de manto de supremas palabras.
Pesa el tiempo que le hace eterno;
pesan las heridas de la inmortal presencia;
pesa el sonido de una lengua ya muerta
como pesa el amor a la ignorancia.
Y esa noche, esa particular noche
de cuentos con primitiva sustancia
y sabores añejos a veneno escarchado,
se extinguió la magia cuando se fue para siempre.
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